Es absolutamente correcto según los principios de un Estado Democrático y Social de Derecho y de Justicia, implementar sanciones que garanticen la restitución expedita de los derechos del pueblo y la inmediata destitución contra autores de saltos de talanquera y demagogos que asaltan el poder sólo para servir a intereses económicos personales y grupales.
De tal manera que sistematizar una ley sobre lealtad política que regule la actuación de quienes ejercen cargos de elección popular, permitirá erradicar traiciones derivadas de debilidades ideológicas ocultas. A ello sólo se oponen los leguleyos del Derecho, alegando, por ejemplo, violación de prerrogativas que amparan a diputados sin mirar que estos se deben al pueblo elector.
Ciertamente, a lo largo de la historia de la humanidad se ha discutido respecto a los principios rectores que deben prevalecer como orientación para individuos y organizaciones que buscan transformaciones sociales. En ese contexto, es fundamental que los elegidos mantengan lealtad hacia los electores que mediante el voto le confiaron ejercer funciones públicas.
No cabe duda que a la hora de legislar, es necesario valorar todos los bienes constitucionales inmersos en un determinado conflicto de intereses para tutelar los de mayor valor. Mal puede invocarse el derecho individual de un diputado como licencia para violar los derechos colectivos del universo de electores que le otorgan el mandato y cuya voluntad (basada en un programa de gestión) sufre una evidente estafa.
No emplea libertad de conciencia sino engaño, quien luego de ser favorecido por los votos de la soberanía popular, abandona su compromiso de cumplir un proyecto que está formalmente definido y por ello el referendo revocatorio (exigible desde la mitad del mandato) es tardío contra semejante estafa política.
