En el camino de Damasco

La civilización occidental resume la crueldad más refinada que es capaz de desarrollar el ser humano. Toda la maldad, toda la frialdad homicida del pensamiento en sus actos. El vigoroso desarrollo de algún hemisferio del cerebro que produce una especial capacidad para la tecnología, para dominar y exterminar pueblos, para imponer ideologías racistas, valores bestiales de castas con sus poderes políticos. La civilización occidental es una civilización de seres prepotentes, desquiciados, que odia la humildad, que desprecia al pobre, la bondad, la generosidad, la sencillez, la hermandad, la solidaridad. Todo eso es lo que Estados Unidos ha querido destruir en el cercano oriente, y por eso el imperio norteamericano buscó destruir Irak, ha buscado aplastar la cultura musulmana. Cuantas religiones hoy han sobrevivido a mil cataclismos, han nacido en el cercano oriente. Todos los santos cristianos (los auténticos) o son de Bizancio o son de Siria, o de Jordania. Bondad y amor se respira por todas partes. Te puedes encontrar con taxistas que te llevan a donde tú quieras y a la final no te cobran. Gente a la que le preguntas por una cafetería y te invitan a su casa para que tomes café o té. Si en algún lugar te detienes a ver cómo hacen el pan árabe o algún dulce, inmediatamente te invitan a probar y te dan de lo que hacen para que te lleves un poco. En los campos todo es de todos. Cualquiera puede comer de las cerezas, de los higos, de las moras, pistachos, de los melocotones, de cualquier fruta que encuentres a tu paso. Por donde pases, si sabes que no eres gringo ni europeo, te dicen “welcome”. Con profundo respeto y cordialidad. Todo el inmenso trajín del milenario comercio vibra en cada rostro, en cada esquina. El placer por vender, por intercambiar, que es esencialmente la cultura de estos pueblos y que nada tiene que ver con el moderno sentido del libre comercio. No se trata de ganar, sino y sobre todo de vender aún a costa de que se pueda perder algo en el intercambio.

En los países árabes no hay miseria, a nadie se ve pidiendo dinero en la calle y se respira una seguridad que se puede catalogar de idílica. Toda la música que escuchas es árabe. Las vestimentas son árabes. El intenso comercio que se aprecia hasta casi la media noche es prueba de que el poder adquisitivo del ciudadano es alto. Siria produce casi todo lo que necesita el pueblo para comer y para vestirse. Creemos que es uno de los países con la mayor producción de telas del mundo. Y toda esta paz no la consiguen los sistemas políticos sino la tradición cultural de estos pueblos poéticos y sobre todo la religión musulmana. Esta paz, esta seguridad idílica ofende terriblemente a occidente. Este auto-abastecimiento que permite resolver las necesidades básicas de la población siria, por ejemplo, trae de cabeza a Europa y a Estados Unidos.

Los pueblos árabes jamás ven por encima del hombro a ningún otro pueblo. No está en ellos el sentido de dominación, de imposición de sus valores. Por eso en Siria te sientes en casa, como en tu propio pueblo. Para Occidente resulta del todo insólito, por ejemplo, que allí dentro de la gran mezquita Omeya de Damasco se encuentre la tumba de San Juan Bautista, con la enorme cúpula que custodia la cabeza del santo. Cuando se construía la mezquita se encontraron los restos de este santo y allí se le dejaron. La cultura árabe, insisto, respeta profundamente todas las demás culturas y por eso cuando estuvieron durante ocho siglos en España les respetaron sus tradiciones, reliquias y costumbres. En cambio cuando los españoles llegaron a las llamadas “Indias Occidentales” mataron a más de cien millones de indígenas y no dejaron piedra sobre piedra. Cuando España expulsó a los últimos árabes de Granada en 1492, prohibió que en su territorio se hablase el árabe.

Apenas llegamos a Damasco, nos fuimos al barrio cristiano y con gran suerte conseguimos alojarnos en el Convento Memorial de San Pablo. La Hermana Superiora de unos 75 años, de origen sirio y de nombre Pascualita, fue la encargada de atendernos. Dominaba muy bien el italiano. Caímos luego en la cuenta de que nos encontrábamos en el Santuario de la Conversión del Apóstol San Pablo (Saulo). Esperamos en una sala muy austera en cuyas paredes vimos cuadros de la Virgen y del Papa Juan Pablo II, quien les visitó unos cinco años atrás. Al lado hay un templo y se escucha el repicar de las campanas. En unas vitrinas se aprecian postales recibidas desde lugares muy lejanos, porque los sacerdotes de este convento frecuentemente recorren los desiertos y muchos lugares cristianos del Cercano Oriente. Por allí conocimos al franciscano padre Fernández, de Salamanca, España. Un sacerdote regordete, de baja estatura y muy amable: “Si vienen a Siria y no van a Alepo, ¿pues para qué viene por estos lugares tan lejos de vuestra patria?”, nos dice. Aparece la Hermana Esther Lilian, también siria, quien tiene más de 2.000 parientes en Venezuela y ella la única que ya queda en su tierra.

Recordemos que los Apóstoles nos refieren que Saulo, respirando amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las Sinagogas de Damasco para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres los pudieran llevar atados a Jerusalén. “Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?” Él respondió: “¿Quién eres, Señor?” y él: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer.” Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le hicieron entrar a Damasco. (Hechos de los Apóstoles 9, 1-8)”. Así llegamos a Damasco, el primer día de nuestro viaje, en el mismo camino de Saulo, allí en el Memorial de S. Pablo.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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