Recuerdos de Lavandería, o cómo se nos muere en los brazos el Hospital Universitario de Los Andes

Esto de los recuerdos es cosa seria, sobre todo cuando uno se enfrenta al hecho –que nadie termina de saber objetivamente si así es- de perder hasta los recuerdos cuando ya nada de lo que los sustentaba queda allí. Supongo que así será la muerte final, cuando el recuerdo se va de la memoria porque nada de la persona queda para su remembranza.

La casa de los nonos en Los Chorros era la casa de todos. Allí todos llegaban, comían, dormían y oían al nono Francisco tocando el violín con sus amigos. Primero sacaron a los abuelos, luego vendieron la casa. Murieron los abuelos y murió la casa. Poco a poco fuimos presenciando la muerte de los recuerdos cuando la casa primero fue pintada de negro, no sé porqué; luego, cuando la fueron demoliendo por partes así como rasgándola para ver si saldría alguna obra de terror de allí. Por último, se convirtió en un gran estacionamiento del hotel vecino. Todo lo demás desapareció y de aquella casa sólo hay una masa de aire revoloteando en el espacio.

La lavandería del hospital era algo así como la segunda casa de uno. Allí llegábamos cuando salíamos temprano de clase o cuando había alguna huelga en el liceíto de Santa Mónica, de cuando estudiamos con pantalón marrón y camisa blanca. Con las mujeres de la sección de Costura del hospital, aprendí a coser, a remendar, a coser tiras interminables que luego recortábamos y rematábamos con la aguja de la máquina sobre los futuros tapabocas. Allí conocí el rinconcito donde la Sra. Socorro hacía su café y donde las mujeres guardaban los panes que les sobraba del desayuno en el comedor para llevar luego a la casa; allí echaba sus cuentos eternos de Memo y Nelson la “mama chicha”. Por allí desfilaban los médicos que iban a buscar sus batas blancas recién planchadas; también pasaban las vendedoras de tuppergüér, avon y estanjóm con sus catálogos ofertando los sueños con fotografías inalcanzables para cualquiera de esas hermosas mujeres que allí estaban, entre ellas mi madre.

Al local de Costura lo cerraron y lo trasladaron para allá, para el fondo, al lado de la cocina del hospital. Mamá fue trasladada a Lavandería donde trabajaba en el turno de las tardes. Allí también se estaba bonito a pesar de que la parte de atrás daba a la morgue y uno a veces veía cuando llegaban esas camionetas de color triste a recoger los muertos que pronto serían también olvidados.

Las obreras eran mayores, más calladas, había un solo hombre a cargo de las lavadoras inmensas. Siempre por las mañanas el hospital tiene más movimiento, pero las tardes no mucho envidiaba a las mañanas. Debe ser porque había más tiempo para inventar, las cenas en el comedor eran siempre más ricas porque ponían en la bandeja la gelatina que le pintaba de rojo la boca a uno. Había unos planchones así de grandes. Se les hundía un botón y bajaban para abrazar la ropa recién salida de las secadoras. El vapor determinaba el tiempo de cocción, cuando ya no salía vapor había que volver a hundir el botón. Si uno se pasaba, la ropa se hacía galleta. Dos mujeres se encargaban de sincronizar sus manos para doblar sábanas, batas de paciente, fundas, campos de quirófano, monos quirúrgicos. Eran manos de obreras, manos tibias por los planchones, manos suaves de tanto doblar ropa.

Las grandes lavadoras atadas al piso fueron desgastándose hasta que murieron. Luego, las secadoras se cansaron de girar trapitos cada vez más raídos de la poca ropa que fue quedando porque ya no hubo más ropa nueva. Los grandes planchones perdieron su calor y los mesones cubiertos de fórmica quedaron brillantes por los años que permitieron deslizar tantas ropas de tanta gente. Hace unos dos años sacaron toda la maquinaria de Lavandería. Con ella se fueron los recuerdos de manos, de chistes y llantos, de panes guardados, de batas blancas almidonadas, de los carritos que transportaban la ropa limpia y doblada que subían los obreros a los pisos. Hace dos años. Y como era de esperar, vinieron las promesas de reponerlos, porque últimamente el mejor tiempo conjugado es el futuro en nombre de la revolución. La semana pasada colapsó la última lavadora que esperaba en esa pista de baile a las nuevas inquilinas que no llegan. Ahora hasta las compresas mueren en la basura porque no hay máquina donde lavarlas. Entonces, cierro los ojos y trato de reconstruir los recuerdos que se alejan. De momento sólo queda el aire y el piso donde muchas veces muchos fuimos felices en medio de la estrechez que siempre golpea al obrero.


melva.josefina@gmail.com



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