Los insurrectos de la historia ante el Bolívar resucitado

Los insurrectos de la historia ante el Bolívar resucitado

José Sant Roz

Para encontrar eco y suscitar adhesión en todos lo que aún viven- no en los muertos, por supuesto- es necesario apelar a las fuentes de nuestra gesta de independencia. Sentir como un quemante recuerdo que estuvimos en algún frente de lucha al lado de nuestros próceres en una y mil batallas. Que conquistamos algo que luego perdimos. Que ocurrió una traición, un engaño formidable. La esencia de nuestro ser está en el origen mismo de aquella gesta. No sólo despertaron honda conmoción las fuerzas desplegadas por un grupo de jóvenes oficiales contra un régimen oprobioso el 4 de febrero, sino también se levantaron los valores de nuestra historia. Una producción tremenda de libros, discusiones, polémicas de todo calibre inundó al país. La palabra Bolívar llegó a convertirse en un peligro, en un torrente de fuerza humana, y en la misma voz que habló en las batallas de la Independencia y que aterró a los tiranos desde California hasta el Río de la Plata; Ya el Libertador no iba a ser nunca más la estupefacta momia de los antros de palacio, de las plazas, de las efemérides. ¿Quién pudo hacer el milagro de convencer a Bolívar de que montara de nuevo su rocín y tomara la adarga bajo el brazo? Bolívar estaba petrificado en sus estatuas y en sus nichos, en sus mausoleos y retratos, aterido de soledad porque lo que se hacía delante él era divagar, mentir y traicionar a la patria. Aherrojado entre lujo decorativo de esas bacanales y de esos derroches palaciegos, infames y canallescos, él no esperaba sino la llamada del clarín de la patria.

Pero ocurrió una vileza sin nombre: unas hordas de ladrones, con David Morales Bello a la cabeza, pidieron en el Congreso de la República una decisión unánime contra Bolívar, por haber sido el instigador del crimen contra el Presidente. La orden llevaba implícita la eliminación de todas sus figuras de los entes oficiales y declarar al mundo que Bolívar no representa sino el terror político, la barbarie más brutal, la inestabilidad de las democracias, los crímenes de lesa humanidad, la censura más tiránica y totalitaria contra la prensa y una pertinaz guerra a muerte contra la paz social. Temblaban las tribus de David y asociados, exigiendo tal petición porque unos seres radicales como aquellos alzados albergaban toda la intención de aniquilarles a ellos, a los demócratas, de fusilarles en un estadio, de hacerles procesos sumariales; de saquearles sus exquisitas y maravillosas pertenencias. Las televisoras se llenaron de banqueros que pedían la cabeza de Bolívar, de los líderes de los partidos políticos que exigían una reunión urgente de la OEA para condenarle y solicitar una investigación profunda sobre las locuras de las malditas correrías que él había desatado en el continente, y que se le declarara eliminado de todos los textos de estudio por insania mental, por salvaje. Que se iniciara un proceso por pulgar la historia, por limpiarla y colocarla en el lugar en la que siempre quiso que estuvieran pensadores de la calaña de Vicente Lecuna, Guillermo Mojón, Elías Pino Iturrieta y Manuel Caballero. Fueron días de estremecedoras consultas palaciegas y por allí desfilaron cómicos como Pedro León Zapata diciendo: “¿Cómo se le ocurrido a Bolívar echarnos esa vaina? Él nunca supo lo que fue democracia. Él mandó a este país a los sablazos.” Fue así cómo Morales Bello y su banda consiguieron aquel día declarar criminales a Bolívar y a los insurgentes, y por un tris, toda aquella masa de redomados ladrones hubiesen vuelto a ejercer a plenitud otro medio siglo más de engaño sino que es que Bolívar se indigna, baja de su pedestal y dice: “Hasta, carajo. He conseguido mover las moles de estas mierdas de granito. A la calle. A la calle”.

Y fue así como se comenzó a encontrar una salida honorable para un país mil veces burlado, mil veces trampeado, mil veces frustrado.

Cuando corrió la voz de que Bolívar estaba en la calle, se generó otra ola mil veces superior a las tribus de David y sus vándalos. Comenzaron a saltar las lágrimas de cocodrilo de la prensa honesta y democrática y del más grande plañidero político de nuestra historia Rafael Caldera. Don Rafael tenía la fórmula mágica para contener a Bolívar y para volverlo a meter en el redil de sus estatuas. ¡Ocurrió el milagro! Detrás del más grande hipócrita de los "redentores" nuestros se escudaron todos los godos. Saltó al estrado del Congreso don Rafael, y con voz temblorosa comenzó, a punto de lágrimas a pedir justicia para el pueblo; entornaba los ojos y suspiraba, y ducho en toda clase de recursos retóricos y artificios patrioteros encontró los elementos necesarios para salvar a los de su clase. Lo movía en esencia, además de un pasado fuertemente comprometido con el partido gobernante, el destino de sus hijos, a los cuales, en la más alta vejez, no quería dejar, políticamente desamparados. Sus tiernos y delicados hijos, rebosantes de salud se le interponían entre dos realidades; es que jamás habían pasado trabajo, y les iba a costar un infierno labrarse una figuración propia. Había que ayudarles, darles la mano, por ese impulso natural que se hace tan patente en ciertos políticos y tan antigua como del hombre, de querer perpetuar una dinastía, un linaje, en el poder. Eran las huestes de Fernando VII que renacían. Era necesario salvar a los realistas, a sus secretos y partidas infames, a sus negocios delictuosos, a la degenerante estructura de la Doctrina Betancourt, porque allí, con toda seguridad, podían prosperar sus hijos, llegar lejos, como han llegado lejos todos nuestros eminentes farsantes. Y fue la primera derrota de Bolívar en la batalla memorable de la Puerta en el Congreso; pero se repondría, volvería una y otra vez, hasta conseguir la ofrenda de Carabobo aquel diciembre memorable de 1998.


jsantroz@gmail.com


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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