Dedicado al convicto Julián Reverte, Premio del CONAC por su libro “La Fusta del Verdugo”

La Revolución frenada en las cárceles

Treinta años tenía sin ir a Los Teques, en la memoria de aquella dulce aldea, sana, donde acudían los enfermos de tuberculosis, en busca de un clima benigno, de aire puro y con hombres de trato cordial: me he encontrado con una ciudad desfigurada y caótica.

Apenas salía de Caracas y tomaba la Panamericana, recordé aquella estación de gasolina, donde de muchacho pedía colas para ir a San Juan de Los Morros: ya no existe. De allí en adelante lo que se desborda es el rostro horrible de la incuria con sus trajes brutales del asco y podredumbre. Promontorios de basura, cloacas desbordadas, y barrios miserables encajando sus garras sobre lo que fue una exuberante zona verde, con soberbios y frondosos árboles. El otro pulmón de Caracas, después del Ávila, con un cáncer lacerante que un poco más adelante lleva los afeites y los decorados del progreso. Cuando llegamos a la vieja redoma que era el símbolo de la entrada a la capital mirandina, nos saludan las aguas negras, la carretera abierta con sus llagas modernas, un puente para peatones que muy pocos utilizan y la barahúnda de los camiones y autobuses con sus infernales gases negros y estridencias. Fue cuando me dije: ¿cuál de las dos cárceles es la más apropiada para castigar a los delincuentes, acaso ésta de la ciudad de Los Teques con sus pestes urbanas, o la del Reten Judicial que todavía no conozco?

Por doquier nos insultan las delirantes fotos de peluquería en las se desgrana la risa falsa y diabólica de candidatos a la Gobernación, a las alcaldías, a la Asamblea Regional. No hay nada más dañino para la salud mental (sobre todo de los niños) que encararse con esas sonrisas de unos candidatos que se creen artistas de televisión. ¿De qué se ríen, cuando la situación de lo que se debe encarar es tan serio?, me preguntaba. Esa manía de tomarse fotos sonrientes para ganar votos es totalmente capitalista. La inventaron los gringos y nosotros nos la copiamos. Creen ustedes que Bolívar, Sucre, Miranda o Urdaneta se hubiesen dejado tomado alguna vez fotos en las que apareciesen sonrientes para promocionarse políticamente, para ganar votos. NI POR EL CARAJO. En todo esto pensaba.

Claro, la modernidad ha traído a Los Teques fabulosos centros comerciales, con el último grito del atraco neoliberal. Usted no ve nada propio en esos centros, la diversión de los internos-externos mirandinos, sino Mac Donald’s, Arturo’s, delicateses chinas o japonesas, casinos y el infernal arsenal de curiosidades y sofisticados artefactos digitales con los que tratan de llenar de algún sentido “humano” las vacías almas, digo, los internos-externos.

jrodri@ula.ve

Los Teques sigue teniendo un clima frío, pero ahora me parece que es un frío enfermizo, alguna endemia que van dejando las fiebres de los organismos trastocados, que nada tiene que ver con aquella neblina que llegaba por las tardes, proveniente de la densa vegetación de las abundantes zonas de bosques aledaños.

Debo aprovechar, y visitar a un amigo que está cumpliendo una larga condena en el Reten Judicial. Me informo, dónde se toman los buses, porque muy de madrugada hay que tomar número, o hacer cola. Me entero que en la plaza Miranda está una parada de busetas que van al Retén. Recuerdo que estuve una vez preso en Cotiza, y me metieron en un cuarto donde había un banco de madera para pasar la noche y más nada; abajo, tras una reja escuchaba a los presos “peligrosos” que imploraban por un cigarrito. También de chico me encanaron en la Policía de San Juan de Los Morros por meterme con otros compinches en una casa ajena. En aquella ocasión estuve en el patio de la cárcel con hombres que cumplían condena por haber sido torturadores en la Seguridad Nacional. Uno de ellos quiso compartir conmigo su arepa con carne, pero lo que yo sentía era horror y pánico, y nada de hambre.

Aún sin aclarar el día, se llenan los buses que suben por una empinada cuesta. En la parte más alta está el Retén. Los familiares de los presos, en los días previos a las navidades van con sus bolsas: llevan hallacas, pan de jamón (los que pueden), dulces (golfiados), sopas (en envases plásticos) que compran allí mismo en las afueras de la cárcel. En la estrecha cuesta, al borde de un puentecito plagado de inmundicias, la gente espera bajo la dura canícula, durante horas, a que se de la orden para la visita. Todos allí tienen los rostros quemados por la inclemencia del sol. Se aprecia un agolpamiento de mujeres en una entrada a la derecha, donde hay varios guardias que salen y entran despreocupados como si aquello fuese un parque de diversión, y conversan y se llevan bien de trato con algunas coquetas damas entre halagos y risas. Aquel ambiente de feria de mala muerte absorbe con terrible fatalidad a mujeres de vida alegre que suelen ser atraídas por hombres machos feroces (que purgan prisión por sus fechorías) al igual que por la soldadesca que los custodia. Una simbiosis entre el límite de dos cárceles brutales y deprimentes. Hay que acicalarse como se pueda, y alguna experta en menesteres del amor, le afina a una compañera, a carne viva, las cejas con una hojilla barata. Porque se preparan para seducir, y muchas llegan a ser embarazadas cada año por un hombre sin hogar, sin trabajo, sin posibilidad alguna de atender al hijo que engendra.

Entre los guardias había uno moreno y gordo conocido por su manera soez de tratar a los familiares o amigos de los presos. Aquel deprimente duelo frente al Retén, tiene los colores más sombríos que quepa imaginar, porque hay visitantes que llevan a niñas de seis y siete años vestidas como mujercitas, con faldas muy cortas y zapatos de plataforma para lucir adultas. Además saturadas de coloretes y con el pelo pintado. No sé si aquellos seres que apenas puedan tener conciencia de lo que es un campo de concentración, se les lleva así, “bien arregladitas” para orgullo del padre o del hermano allí hacinado. No lo entiendo. Pero luego me he ido percatando de la gran cantidad de adolescentes convertidas en vitrinas ambulantes con sus enormes descotes y pantalones ajustados, con sus ombligos al aire, con sus figuras ya ajada los trajines de la vida nocturna, esos aires de mujeres que todo lo creen saber. Pero en aquella barahúnda de seres anónimos que están allí los miércoles (días de visitas pero sólo para mujeres), que están los fines de semana y cuanta posibilidad haya de visitar a sus seres queridos, se han ido convirtiendo en una sola familia. Familia Extra Muro, porque todos en medio de sus penurias tienen que ayudarse entre sí. A la vez, hay que tener mucho cuidado con no adaptarse a ese mundo, porque los nervios están alterados, la razón afectada, el amor aterido de soledad, la familia desintegrada, la esperanza negra y la dignidad por los suelos. Tener un preso en una familia en Venezuela es peor que una maldición, que un cáncer, que una llaga inextinguible y eterna. Aquellos seres lacerados de angustias y humillaciones suelen mirar al mundo con desconfianza y con horror, a la vez que aferrarse con locura a cualquier hilo de esperanza, de amor, y es por lo que aquí prosperan las creencias en nuevas sectas y religiones, en brujerías, adivinos y los golpes de suerte en las loterías. Es decir, las desgracias se acumulan y se reproducen de manera asombrosa y bestial: la hija que se entrega (o se vende) a cualquier golfo, el hijo que denigra de sus padres, la madre que se entrega a liviandades para poder “echar para adelante”.



Cuando se congestionan las entradas, algunos visitantes se dispersan para ocupar los únicos “asientos” en medio de la larga espera y que son los montículos de cemento de la defensa de un pequeño puente frente al Retén. Allí charlan en medio de los pocos espacios abiertos, reacomodándose constantemente cada vez que pasa un carro por la vía. Puede decirse que todo allí se ha ido previendo con el tiempo, con la suprema escasez que sobrellevan los pobres. Hay unos ranchos cuyos pisos son de tierra apisonada, donde algunas familias han encontrado, en la atención a los que visitan a los internos, una manera de ganarse la vida. Al borde de un desfiladero se ha acondicionado un baño por cuyo uso se pagan quinientos bolívares. Entregan un trozo de papel higiénico rosado, y al traspasarse una crujiente puerta de hierro, se encuentra en su interior varios pipotes de agua flotando en ellos potes de plásticos que deben utilizarse para los momentos de racionamiento. Hay un niño algo trastornado, pasado de peso, que habla sin parar y que ríe solo, amigo o familiar del muchacho que está allí atendiendo el negocio. Un poco más arriba, están unas señoras que venden empanadas, y al lado un negocio donde se pagan 700 bolívares para dejar guardadas allí las cosas que la guardia no deja ingresar al Retén.

Casi todas aquellas gentes que acuden a visitar los presos son muy pobres. La pobreza además de tener cara de perro, la tiene de cárcel. En Venezuela el que nace pobre se puede decir que ya está fichado y listo para ser encanado. En Venezuela se cumple el reverso de la sentencia bíblica: es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico a una cárcel. Las cárceles en Venezuela fueron creadas únicamente para los pobres. Los ricos tienen honorables bufetes que les defienden, y lo que es un abominable crimen, un elocuente robo o estafa se presenta como equivocación de los policías, fiscales o jueces; como error de procedimiento, como violación de los derechos ciudadanos, como desconocimiento de la ley y de la constitución. Y a los pocos días vemos incluso a los poderosos medios de comunicación pegar el grito en el cielo pidiendo libertad para estos horribles personajes. Ha sido el sensualismo y el materialismo capitalista que ha impuesto esta categoría de moral y de principios en la actual sociedad.

Las mujeres que son la mayoría de las que acuden a visitar los presos, toman números; los hombres lo hacen por otra puerta. Van los familiarizados con estos trajines, muy amablemente, advirtiendo a los novatos, de las reglas del penal: de lo que deben o no llevar, para que no vayan a perder la oportunidad de poder ver a sus seres queridos. Hay ciertos trajes de un sólo color, con los que no se puede ingresar, por ejemplo el verde (para que no se confundan con los trajes militares), el azul marino (no sé por qué) y el negro (bueno para esconderse en la noche). Son los colores con los que algún preso puede llegarse a camuflar. Hay una lista de objetos que no se deben ingresar, escritos con mala y torcidas letras, a mano, sobre la enorme puerta de hierro del Retén: Monedas, llaveros, zapatos con plataforma o con tacones, envases de vidrio, celulares ni tarjetas telefónicas, prendas, pañuelos, moñeras, camisas sin mangas ni suéteres o chaquetas, limas de uña, remedios, bolsas de papel (porque se las fuman), incluso zapatos de marca. Yo, que llevaba tirantes para el pantalón tenía que deshacerme de ellos. Por supuesto, no se puede pasar cinturón. Luego, conversando con los visitantes me enteré que dentro se ven las cosas más disímiles, desde armas largas hasta drogas de todo tipo. La razón de todo esto es que las cárceles resultan un gran negocio para los que las vigilan y administran. Se venden en ocasiones los primeros números para ingresar a ellas, al igual que todos los sucedáneos que ansían los seres allí hacinados para poder olvidar, para poder resistir o para bien morir, si es posible.

Todo visitante debe mostrar la condición de ser humillado y ultrajado en su dignidad, o al menos estar dispuesto a cualquier afrenta, de otro modo no podría ingresar al infierno de los presos. Allí, mientras lentamente avanzaba hacia aquel campo de concentración, viendo a las mujeres, las más abnegadas, las más sufridas, las más leales, con sus viandas, sus regalos, sus penas, sus ardores, sus sueños y esperanzas, recordaba aquella historia cuando el General Páez cumplía condena en el castillo de Cumaná, y su vieja esposa, desde Barinas, fue a llevarle comida y ropita planchada, en medio de esperas tormentosas y negras de días y semanas enteros. Aquel Páez que ya no la recordaba, y que cuando se encumbró en el poder la dejó por aquella Barbarita Nieves, la joven que le acomodó la oligarquía para hundirlo y degradarlo mejor. Pero allí estaba su esposa, la abnegada mujer que le amaba en las malas, que sin medios, tuvo que cruzar centenares de kilómetros con sus bultos, su ropita planchada, dulces y carne seca sazonada que sabía en sus años mozos le gustaba a León de Payara. Todo para que cuando llegara a la cárcel, Páez le tratara con profundo desprecio.



La abnegación de veras tiene nombre de mujer.

Mujeres jóvenes con sus niños; ancianas que llegan de lugares distantes para ver a sus hijos o nietos; allí va la hermana, la tía generosa, la hija conmovida y segura de la inocencia de su padre, de su hermano, del novio, del esposo.



Con frecuencia entra y sale una ambulancia. Hace una semana se murió un preso polaco: se había cortado las venas, lo llevaron al hospital y con los pocos auxilios que se le dieron lo volvieron a meter en el Retén, y a las pocas horas murió. Aquí no ha llegado la revolución bolivariana como se debe, y los derechos humanos se recuerdan sólo cuando ocurren gravísimos hechos de sangre. Hace dos semanas se escenificó aquí una huelga de hambre, y los presos viven con la esperanza de que se les respete sus derechos, porque por ejemplo en el Reten de Los Teques no hay espacio para realizar ninguna labor manual decente, mucho menos tareas para procurar la regeneración. Según me pude enterar, en este Retén no se oficia misa a los presos. No se ha visto un cura atendiendo espiritualmente a esta gente tan necesitada de amor, de comprensión, de solidaridad humana.



Ya cerca de las nueve de la mañana se oyen voces, gritos desgarradores (podríamos decir alaridos de fieras, en algunos casos), nombres, y es que los presos ya están en la azotea atisbando en la locura de sus soledades al ser querido que debe estar abajo, entre los visitantes. Entonces se repiten los saludos entre los familiares. Que satisfacción debe ser ver al ser que se espera allá abajo. Es como sentir que Dios aún cree en ellos, aún le aman, aún se cuenta con él: con la ayuda todavía para el día de la redención. Se aferran a las vallas y miran con desesperación. Saludan, y uno piensa: cuántos de aquellos seres habrán sido ya olvidados por sus amigos y familiares; cuántos llevarán meses y años sin saber de un ser bondadoso, de una mano cordial, de un saludo, de un recuerdo aunque sea en un papel… y en medio de la algarabía de los que sí reciben visitas, sentir la herida punzante del olvido más cruel. Para estos seres la cárcel es infinita y total. Quizá sean a la postre los que mejor acaben adaptándose a la penuria de su condenación, sintiendo de que nada vale salir de allí, sin consuelo, sin un alma capaz de acogerles en su dolor y en el abandono total. También me viene a la memoria el caso de un preso que luego de cumplir una condena de unos diez años, al salir, fue a casa de una hermana y la mató, al igual que a su esposo y a sus tres hijos. ¿Qué pasa por la mente de estos internos? El espacio de las vallas de la terraza que dan a la entrada del Retén se lo disputaban. En ocasiones, se le cedía al que ya esperaba con impaciencia. Allí vi al amigo que visitaría quien me gritó: “Gracias profesor por el libro”. Lo saludé con el corazón contrito, lacerado, sabiendo con la ansiedad con que me esperaba.

Tome una bolsa plástica y guardé en ella el saco, los tirantes, el celular, mi cartera, casi todo el dinero. Un visitante se informó si el color azul de mi camisa manga larga tenía algún problema, y se le dijo que ninguno. Dejé todos estos artículos en un rancho y se me entregó un cartoncito con el número 65, el cual colgué de mi bolsillo. Iba pues, totalmente escotero, y se me recomendó que llevara puestos los lentes, no colgando del pecho. Con frecuencia el visitante que iba delante de mí me trataba de calmar diciéndome que siempre la primera visita es la más dura. Al traspasar la entrada se penetra en un cuartucho donde dos guardias están encargados de la requisa más minuciosa. Esta uno a merced de lo que dispongan estos malencarados personajes. Parecieran que dijeran: “Si vienes a visitar a un preso es porque algo de delincuente tienes”. Uno de los guardias, de cabeza rapada y un tanto malencarado, me dice: “Con esa camisa usted no pasa”. No contesto y sólo le retengo la mirada neutra, y observo que el va adelante, en tono amable y sereno le señala que otro guardia le había asegurado que yo no tendría problemas con tal vestimenta cuyo color en verdad no era azul marino. No obstante sigo paralizado, en espera de ser rechazado, pero el guardia no insiste, en inmediatamente procedo a quitarme los pantalón tal como lo veo en un joven que va delante de mí. El pantalón se le entrega a uno de los guardias, quien le revisa cada parte, y cuanto encuentra en los bolsillos lo va entregando al dueño; si hay algo que no debe ingresar se le dice al visitante o que lo bote en la papelera o salga de nuevo a la calle para que lo guarde en algún lugar. Lo mismo que con la camisa. El trato fue digno dentro de lo que cabe. Cuando se sale del cuartucho a mi izquierda veo igualmente como van saliendo las damas de cuartucho similar. Éstas son requisadas por mujeres de civil; deben quitarse los zapatos los cuales sacuden y doblan para percatarse de que no se lleva algo contundente dentro de ellos. Las hacen agachar desnudas, les hacen sacudir el pelo y les revisan los sostenes. Cualquier protección sanitaria que lleven se las hacen botar. En ese momento se presentó una escena chocante, porque una señora intenta pasar en el momento en que un guardia está cerrando la puerta, por lo que la golpea; la señora dice: “tenga cuidado”, y el guardia le responde con violencia:

-¿Y por qué te atraviesas loca coño de madre?

Del cuarto se cruza un patio, hasta llegar a un sector donde se hace otra cola. Es cuando somos sellados en los brazos con un número según la llegada, a mí me correspondió el 14. El que va delante de mí, como sabe que soy nuevo, me pide que tenga cuidado y que ese número no se me vaya a borrar. Frente a nosotros está otro guardia tomando nota de los datos personales en un cuaderno en el cual van firmando los visitantes.

Superado este tramo, se avanza hacia el edificio propiamente, donde otro guardia recoge la cédula y procede a entregar un pase. Ya estamos en las puertas del infierno, por donde hay que subir unas escaleras en cuyos peldaños hay unos sujetos de rostros hieráticos, vestidos de civil que no sabe uno si son “presos sapos” o policías. Luego me entero que estos personajes son presos que “trabajan”, a los que se les llaman “las brujas”. Se les permite que sirvan de ayudantes a los visitantes, para trasladar bolsas de comida, por lo que piden algún dinerito el cual usan para buscar el mejor sucedáneo que existe en las cárceles: la droga. Realmente no quise o no pude mirar sus rostros (no sé si por pena o por respeto).

Avancé un poco a ciegas hasta un primer piso donde hombres como sombras, de civil, parecían perros de presa.

Alguien anuncia que se acerca otro visitante, y nuevamente voces duras, secas que como ecos retumban por todos los espacios: “¡Visita que entra!”. Hay una gran puerta de hierro con una ventanilla en el centro, y un hombre joven, de melena, también de civil, que la abre haciendo correr por su centro una barra de hierro, desde dentro, por lo que ya estamos, pues, en medio de los presos. Este personaje que nos permite la entrada es de los presos que “garitean”.

Antes se genera un griterío con el nombre del preso al que visitan que corre por todas las bocas, repetido varias veces: “¡Clemente!”, “¡Clemente!”, “¡Clemente!”.

Aquello es un enjambre de unos 150 seres en unos 400 metros cuadrados, repartidos la mayoría entre dos largos corredores paralelos. Un setenta por ciento de los allí recluidos son extranjeros: polacos, españoles, belgas, ingleses, alemanes, de las islas del Caribe...

En este pabellón, las reglas que tienen estos presos para los visitantes, son muy estrictas: no se puede mirar con irrespeto a ningún visitante, ni hacer absolutamente nada que pueda agredirlo o molestarlo. En caso de que algún preso cometiese alguna falta en este sentido, “le abren el coco” que consiste en una fuerte herida que le hacen los propios presos en la cabeza.

Mi amigo me recibe con el corazón en los labios: primero el abrazo y al mismo tiempo con esa ráfaga de impaciencia en la mirada como del que busca auscultar el alma de quien hasta allí ha llegado para verle y expresarle su apoyo. Mi amigo me lleva hasta un tosco pupitre en el que está sentando, encorvado, sobre un libro, un negro flaco y de mirada afable. Se trata de un preso de nombre Sebastián. El pupitre, bastante bajo como para un niño, lo ha hecho el propio Sebastián para escribir un libro de desperdicios de cajas que allí entran, claro, con el debido permiso de la autoridad. Se incorpora Sebastián, me da la mano, se emociona porque está ante el autor del libro que estaba leyendo. En un santiamén me cuenta una larga historia de engaño. El 90 por ciento de los presos de aquel pabellón, que lo llaman “El Monstrico”, ha caído en delito por algún engaño. La vida es un camino minado de engaños, pienso. Pero Sebastián vino a enterarse de que fue horriblemente burlado cuando se encontró en la cárcel a un grupo de estafados por el mismo el mismo crimen por el que purga condena. Sebastián lleva siete años encarcelado y por los admirables servicios de un buen abogado hasta próximo a salir. Sebastián tiene cincuenta años, y está escribiendo su vida, abundante en dolores y “errores”.

Dirijo la mirada hacia la entrada de este pabellón, y veo a un joven en guardacamisa, de feroz aspecto, con un trapo en la cabeza y que lleva en sus manos un arma como un chopo. Sólo le veo el largo cañón negro. Hoy a este joven le corresponde “garitear” en el pasillo, es decir advertir a tiempo si vienen guardias para la requisa porque allí se tiene y se hace de todo. Nadie se salva de este trabajo. El joven que orgullosamente blande su chopo, profiere con frecuencia gritos, a los que todo el mundo debe estar pendiente.

Mientras hablaba con Sebastián veía los rostros de los extranjeros: Un catalán que pasaba y repasaba el corredor con un cigarrillo en la boca, hablando solo; tendría unos setenta años. Otros, casi todos jóvenes, echados apoyados en la pared. Dos negros trinitarios jugando a las “damas”, juego al que el catalán se ponía indiferentemente a mirar. La mayoría de estos presos cumplen condena por transportar droga, y aunque nunca en sus antepasados haya cometido el más mínimo delito, las condenas son severas e implacables. Saludo a muchos extranjeros en aquel corto espacio de tiempo, hasta que mi amigo deferentemente, para atenderme con lo que allí puede ofrecer, me invita a pasar a su “bugui”. Son espacios robados a un corredor mediante la separación con trapos y cobijas, y en cuyo interior hay dos camas. Allí todo se oye, todo se siente, apenas frágilmente, digo, separados por tenues cortinajes. Al lado de donde nos encontramos fue hallado el charco de sangre del polaco que se suicidó. Mi amigo pulsa el interruptor hecho con una de esas jeringas desechables y se enciende una bombilla. Aquí la imaginación hace maravillas. Afuera un negro de una de las islas vecinas a Venezuela, en una pequeña hornilla prepara un café para los visitantes en el que nos encontramos; aquel precioso y fabuloso obsequio ha sido posible gracias a una recolecta que han realizado algunos internos. El único lugar para sentarse es la cama. Hay algunas figuras de mujeres semidesnudas sacadas de revistas, que están colgando por aquellos endebles cortinajes. No somos mujeres pornos, sino simplemente mujeres jóvenes en traje de baño, para refrescar un poco la mente en medio de aquel desolado ambiente. Veo también un Cristo. Mi amigo tiene unas buenas novelas sobre la cama. Pero llegar hasta poder estar en un buggi, primero se pasa por dormir en el suelo casi un año, y como quien dice a vistas de todos los internos. Los pequeños espacios “privados” se consiguen a fuerza de tenacidad, paciencia y laboriosas conquistas de “amigos”. Cuando llega el café, elaborado por un joven negro trinitario, hay una breve conversación entre este y mi amigo: “Cuando salgamos de aquí te voy a invitar a la playa”. Luego la vivaz expresión del trinitario: “Claro, hermano. Iremos a la playa, y que bien la pasaremos”.

El futuro como un tesoro inestimable.

El pasado como la peste y la maldición a vencer. Recordé una canción de una mujer que decía a su amante: “Si quieres mi futuro tienes que olvidarte de mi pasado”.



Mecanismos de extorsión y estafa: como la ley en Venezuela todavía se tasa en monedas que se negocia con jueces, policías y fiscales, en las cárceles esta práctica adquiere dimensiones desquiciantes o subrrealistas si se puede. A los presos se les ofrece traslados a cárceles menos conflictivas o más cercanas a las residencias de sus familiares. También se les da esperanza de aminorar los lapsos de sus condenas, todo a cambio, digo, de pagar fuertes sumas de dinero. El familiar del preso debe ingeniárselas para primero para conseguir tales montos y luego tratar de pasarlos, con los enormes riesgos que corren él y sus familiares de llegar a ser descubiertos. Hay aquí un arma de doble filo, por una parte está la estafa que se le hace al familiar que en cada visita debe hacer lo imposible por llevar parte del capital que se le exige, al tiempo que los encargados de tales prácticas tienen en sus manos, para aplicarles a estos mismos familiares, cuando así lo consideren, la más severa requisa para luego echar por tierra todas las esperanzas dadas y todas las promesas en virtud de que fueron descubiertos en actividades totalmente irregulares dentro del Retén.



Alguien invita a que visitemos la terraza que tiene “una excelente vista”. Aquí todo lo que corresponde a un humano es excelente, hasta el aire que se respira, porque a veces falta, aunque debo decir que no percibí ningún mal olor, pese a lo hacinado que estaba el lugar. Aquellos presos tienen casi todos menos de cincuenta años, y aunque fuertes en apariencia llevan la procesión por dentro: cuando estallan sus nervios corre la sangre y la locura, ¿y qué mejor oportunidad para que esto se dé el propio 24 de diciembre?

Para ir al baño, uno debe hacerlo acompañado, y mi amigo me conduce por un pasillo hasta un cuarto destartalado con bidones llenos de agua. Allí está una vieja poceta de las que se descargan con una cisterna. Enormes huecos tienen las paredes como si en ellos se procurara esconder cosas “valiosas”; allí cualquier fruslería adquiere un valor impresionante; se ven colillas de cigarrillo, frascos de remedios, trozos de periódico. Cuando iba entrar salían del baño unos seis extranjeros, cosa que me sorprendió por lo pequeño de aquel espacio.

- ¿Por qué llaman a este sector El Monstrico? –pregunto a mi amigo.

- Aquí fueron recluidos hace algún tiempo cuatro personajes que eran verdaderos monstruos: uno había descuartizado a su madre y se la comió, otro que quemó vivos a su esposa y sus dos hijos…

Lo que se tiene hay que compartirlo, allí sí se vive en una verdadera comunidad socialista, porque además la escasez de alimentos, de cualquier pequeño sucedáneo contra la soledad se hace valioso: un cigarrillo, un libro, un periódico o revista. ¿Para qué tener salud si lo que hace falta es morir…?

Cuando se está a punto de la despedida, uno no sabe qué decir. No puede uno balbucear un “que te vaya bien”, ni tampoco “hasta pronto”, ni mucho menos “que pases un feliz año nuevo”. En verdad que habiendo tantas cosas que decir no se pueda decir nada.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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