Ramón Palomares tocó el techo del universo

"La palabra pertenece, de entrada,

al primer hombre que le dirigió la palabra a Dios".

Philippe Sollers (Francia, 1936).

Siendo un niño, correteaba por los repechos de Escuque, soñaba con tocar el techo del cielo, observaba la bóveda celeste con alma de pájaro y sin miedo retaba a las alturas, al aire helado de las montañas trujillanas. Ese niño saltaba entre las piedras milenarias de los ríos, mientras transcurrían los años 40, era Ramón Palomares, había nacido el 7 de mayo de 1935, un ser enamorado de la creación, de la población de pájaros que le daba un sonido único a Escuque: su pueblo amado. Para despedirse de él, se exigió un importante poemario, lo colmó de vivencias, con giros de vida y hondos aprendizajes; lo tituló "Adiós Escuque", en 1974.

Palomares sintió muy temprano la cercanía con los libros, se hizo un lector febril. Su padre y sus tíos llegaron a publicar poemas en diarios locales y en revistas en el decenio 1950. En su casa se combinaba el amor por el campo y sus frutos; con la pasión por los libros y los sonidos de las palabras.

Entre 1948 y 1952 vivió en Barquisimeto, luego en Caracas, en San Cristóbal y Maracaibo. Se graduó como maestro. Entonces regresó a la capital a estudiar educación en el área de Literatura, lenguaje y latín, en el reconocido Instituto Pedagógico Nacional. De allí egresó con honores. Caracas fue para el joven poeta una capital de sueños.

En 1958, Venezuela se impactó con la revelación de un nuevo poeta, al publicar Palomares su libro primigenio "El reino":

"Saludos, precioso pájaro.

Y no abandones el oro de las plumas

entre aquellas nubes

ni pierdas el canto en el dominio de los truenos.

No sea que pases del cielo

y quedes preso en los astros."

Ramón Palomares comenzó la década de los 60 siendo la nueva voz de la poética venezolana, sus primeros poemas deslumbraron. Como buen orador, siempre hablaba pausado y elegante, con las palabras exactas para todo tema, un hombre de gestos austeros. Jamás tuvo pose para el espectáculo, ni para los flashes de la farándula.

En 1962 publicó su libro "Honras fúnebres":

"La muerte exige un pago de nostalgia

que aceptamos

en los ropajes morados de la ventana

la bruma y el óxido sobre los tejados,

y las banderas en tristeza".

En Maracaibo nos visitó con entusiasmo, con una fraternal calidez y con asiduidad.

Su hermano Laurencio perteneció al Grupo Apocalipsis, de allí su amistad con César David Rincón y sus cofrades. Cuenta el poeta Blas Perozo Naveda, que en un compartir en el bar del Hotel Astor, frente a La Plaza de la República, Palomares leyó sus textos y celebró, fue una noche memorable, una ronda llena de poesía, boleros y tragos. Pero ante la imprudencia de uno de los comensales, la jornada terminó con una tángana, donde el poeta Hugo Figueroa Brett sacó su casta de marino carirubanero y arremetió contra el irrespetuoso de la ocasión. Blas sacó bajo su resguardo al poeta trujillano, y ambos huyeron de los vasos y las sillas voladoras dentro del local. Salieron por el bulevar de Bella Vista, en medio de la calurosa noche marabina, rumbo al centro de la ciudad.

"Paisano" publicado en 1964 fue una epifanía para la poesía latinoamericana, ese libro causó revuelo en muchos ámbitos:

"Andaba el sol muy alto como un gallo

brillando, brillando

y caminando sobre nosotros.

Echaba sus plumas a un lado,

mordía con sus espuelas al cielo."

Ese soberbio poemario se lo dedicó a sus amigos entrañables, algunos de profunda raíz trujillana, otros de raigambre merideña o caraqueña. Entre otros, a Adriano González León, Elisa Lerner, Edmundo Aray, Oscar Sambrano Urdaneta. Fueron sus amistades de vida. En 1977 apareció una edición de "Paisano" ilustrada por el grandioso pintor de Uracoa, Mateo Manaure. Ese tomo es una joya invaluable de la cultura venezolana, un aporte perdurable.

La voz de Ramón Palomares en sus recitales o conversatorios, en sus clases magistrales en la ULA, semejaba las notas de un clarinete bajo, sonaba armónica, en tiempo adagio: siempre fue un agradable vehículo para sus palabras en tonalidades graves. Una voz de respeto.

Como todos los que hemos nacido en la provincia venezolana, a la ciudad de Caracas la amamos o la odiamos, sin término medio, sin tregua, sin mediar palabras. Palomares amó a Santiago de León de Caracas de los años 50, a tal punto, que le dedicó un hermoso libro, que salió publicado en 1967:

"Qué belleza la tierra cuando esa montaña

sube un cuerpo blanco en sus aires

y se estima su altura.

Y el azul se ve limpio y es un filo

que solo lejano está bello".

En una ocasión, lo entrevistaron para la televisión, y la periodista le preguntó: ¿Una comida? Y respondió: Caraotas. ¿Una ciudad? La Caracas de mi juventud.

En los años 70 se residenció en Mérida y se incorporó como docente e investigador a La Universidad de Los Andes, allí fundó "La cátedra de Literatura Contemporánea". Esa fue su ciudad adoptiva, su segunda casa, allí echó nuevas raíces. En los pasillos de la Escuela de Letras que tanto transitó, se licenció el 29 de enero de 1975, y allí permaneció muy activo, creativo, fundando revistas y publicando textos hasta 1992, cuando se jubiló como profesor titular de esa casa de estudio superior, una de las universidades pioneras de América, fundada en 1785.

Sus poemas comenzaron a ser traducidos al inglés, y aparecieron en importantes antologías latinoamericanas, algunas publicadas con el sello de Seix Barral de Barcelona, España. En 1974 le confirieron el Premio Nacional de Literatura, mención poesía. El jurado lo presidió el filósofo y poeta Ludovico Silva, quien leyó emocionado el veredicto. En ese momento, Ramón solo tenía 39 años de edad.

En 1974 todo el país leyó "Adiós Escuque" el poemario más íntimo de Palomares, lleno de imágenes infantiles, de los recuerdos de sus tías, en especial de Polimnia Sánchez de Olmos quien lo crió. Allí aparecen retratadas las praderas de su infancia, el lar de sus abuelos y las primeras voces que escuchó:

"Hoscas conversaciones que llegaban

gentes del sueño gentes del viento

eran árboles ventosos

golpes del corazón

de una vez nos llevaban

nomás éramos una conversación".

En 1980 el poeta viajó a Inglaterra para estudiar la lengua inglesa y poder disfrutar de los poetas que tanto admiraba: John Keats, P.B. Shelley, William Shakespeare; en su lengua materna. Hasta ese entonces, a esos grandes maestros solo los había leído en traducciones, algunas, poco confiables.

Cuando regresó a Venezuela, publicó "El viento y la piedra" con el apoyo de la Fundación Don Pietro Grespan, quien era el presidente del Circuito Radial Continente, donde yo laboraba como locutor, en su filial Radio Calendario 1020AM en Maracaibo. Luego fui parte de su junta directiva, y en mis visitas a Radio Cumbre Mérida, conocí al poeta Palomares junto al Doctor Napoleón de Armas, el autor del ingenioso "Diccionario Borgeano". Armas era un intelectual ligado a la ULA y a varios periódicos merideños.

En 1988 publicó su homenaje al Barón Alexander de Humboldt "Alegres provincias", libro de una profunda poesía en prosa, con un lenguaje metafórico que se hace crónica alucinada:

"Sondear como si se tuvieran largos, muy largos brazos con uñas fantásticas que se desprenden y se sumergen hondo, tan hondo que no llegan nunca. Son sus corrientes, sus corrientes frías que descienden hacia la leche azul dorada de los trópicos, sus corrientes cálidas que horadan el agua sedientas de frío."

Su libro antológico "Vuelta a casa" compila poemas escritos entre 1992 y 2006 con el sello y el aval de la Fundación Biblioteca Ayacucho. Sus textos son estigmas del reencuentro con el lecho natal, con los primeros recuerdos que lo hicieron poeta, hombre sensible, poderoso creador. Allí aparecen El tren de Motatán, las enfermedades que golpearon la puerta familiar, los viejos patios y solares vecinos, su conformación como hombre de páramo:

"Próspero ¿Adónde vas?

El tren de Motatán ha partido

la joven mujer que te acompaña no deja de mirarte.

Próspero tu nos diste a conocer la poesía, la belleza.

Próspero te decíamos los locos, los poetas, los líricos.

Igual que nos decían a su vez los lechuguinos de cabezas de perro y mujeres cursis.

Nos alentabas a soñar y así vivimos nuestra gloria".

La Doctora Patricia Guzmán, rigurosa estudiosa venezolana de la lírica palomaresa, afirma: "La obra de Ramón Palomares, quien, como ha dejado sentado la crítica, se nutre del habla de su pueblo, se hace eco del voceo que le es propio." Y no por ello, su poesía pierde la universalidad, ni el profundo arraigo con lo más germinal de la lengua. Palomares es un poeta seducido por sus orígenes, por las primeras palabras, las primeras voces.

La noche del viernes 4 de marzo de 2016 se fue apagando poco a poco su vida, postrado en una cama, se marchó Ramón David, producto de una falla sistémica de su organismo. Se encontraba rodeado por el amor de sus cuatro hijos, en Mérida, ciudad donde residió por 45 años: más de la mitad de su hermosa vida. Se fue el poeta, el hijo de Rómulo Sánchez y Agripina Palomares, se llevó sus premios, sus aplausos, sus recuerdos provincianos y los murmullos del río que surcaba su casa. Nos dejó su poesía, sus enseñanzas repartidas durante 80 años. Su tiempo lo vivió como si hubiese sido un inmortal. Fue un militante de la solidaridad, un humanista generoso, un maestro. Se fue al prado de los soñadores, a donde están los invisibles, los inolvidables, sus hermanos indivisibles.

Esta vez el tren de Motatán llegó muy temprano y se llevó al escritor, con su Sardio y el Techo la Ballena. Se fue con su cardio maltrecho y cansado, con sus 13 libros fecundos y sus botellas de aguardiente encantado. No obstante, nos ha dejado a nosotros, sus lectores; y aquí estaremos. Nosotros, sus discípulos en guardia, diciendo: mande poeta!



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León Magno Montiel

Premio Nacional de Periodismo 2004.
www.saborgaitero.com
Director de SUITE 89.1 FM
www.suite891.com

 leonmagnom@gmail.com

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