Después de la tempestad

Después de ese capítulo electoral (http://www.aporrea.org/oposicion/a210623.html), donde un escuaca parroquiano mío quedó paralítico y perdí a una amiga, además de ganarme la ojeriza de un montón de gente vendepatria (¡Dios, ni que yo fuera Chávez!), aterricé en mi casa entre las manos dulces de mi esposa, quien se puso a curarme un dedo machacado por la furia opositora.

─Ahora sí: ¡ni que yo fuera Chávez! ¿Es culpa mía que ellos no puedan convocar ni a cuatro moscas y reverdezcan de la envidia cuando miran al chavista organizado? ─le dije, preocupado por su preocupación por mí. A ella nunca le ha gustado ser figura pública, ser política, ni siquiera de modo indirecto, es decir, a través de mí, que me la paso en el ajetreo. No le gusta que me exponga, como lo hago con mi militancia. Tímida, gusta de quedarse en casa y escudriñar el acontecer nacional vía prensa, INTERNET, radio y televisión. A su manera anónima es un soldado férreo de la revolución, chavista indoblegada, militante del porvenir, borrón y cuenta nueva con el pasado.

─¿Entonces? ─me preguntó─. ¿Nos traerás la contrarrevolución a la casa, de tanto que la combatimos? ¡Poco faltó para que esos subieran hasta el apartamento! ¡Aquí estamos tu familia! Tal vez otros, con seguridad, guardaespaldas y otros pertrechos, puedan darse el lujo de afrontar directamente; pero tú eres un ciudadano a secas, sin más protección que la tela de tu camisa cuando sales a la calle, no digamos nada si su color es rojo…

Estaba molesta, nerviosa, y la ofuscación no le permitía enfocar razonablemente. Cosa lógica. ¡Mil veces hemos estado claros en que el cambio empieza desde lo pequeño y basal, el punto más importante para ejercer hasta la utopía con valentía y sinceridad! Pero no era ocasión para cuestionar sus palabras dictadas por los sentimientos y miedos: mi hogar es un enjambre de mujeres, en la psique de todos vulnerabilidad y apetencia para la agresión del mundo. Tal era yo con mi familia. Los escuálidos me acorralaron abajo, al pie del edificio, y casi me dan una tunda de no ser por el camarada Héctor y algunos otros vecinos. Y por la más increíble causa: unas simples elecciones donde ellos no tuvieron que ver un carajo, pero cuyo efecto político de participación y militancia no lo pudieron digerir. Yo mismo, aparte del dedo machacado, andaba con la mollera vuelta trizas.

─Bueno, mi amor, algo tenemos que ellos no por ningún lado: estamos juntos, somos solidarios. No estoy tan a la intemperie en la calle a la final. Ya ves que vino el pelotón y los puso de carrera por esa avenida. ¡Son gente cobarde que nunca enfrentan a un igual! Lo de ellos es diez contra uno y apalear. ¡Hienas, pues!

Ella se quedó tranquila, y hasta me pareció vislumbrarle una sonrisa de pena ajena escuaca. Y pasó a contarme la consabida anécdota de los burgueses de su lugar de origen, Montalbán, que siempre salían en patotas de a diez, con armas de fuego y blanca, a corretear a un pata-en-el-suelo de La Vega, ¡uno sólo!, gente que al parecer no tenía derecho a caminar por los exclusivos callejones de su parroquia, sus panaderías o comercios. Venezuela es libre e inclusiva. Me contaba cómo con gran frecuencia agarraban a un pobre sencillo de aquellos y lo dejaban tirado en el suelo, corriendo luego a refugiarse debajo del ala del papa militar o juez; sabían que alguno de aquellos sobrevivientes podían luego volver con los otros nueve restantes para formar la igualdad numérica y eso para ellos, para los burgueses, era ventajismo. Con frecuencia ocurría que otros volvían solos por su venganza, armados, dispuestos a matar, hampa de cuello pobre contra la otra blanca no menos abominable.

Terminó de sellar mi dedo y nos pusimos a mirar TV junto a dos de nuestras hijas, recapitulando que no estábamos en ningún lugar burgués, sino en el centro de Caracas, El Silencio, zona residencial, popular y comercial, y que aquellos penosos escuacas armados con cabillas eran un grupúsculo de gente como el Dr. Pancho que vivía un edificio más arriba, clase media pero con ínfulas de alta, sideral, casi que magnates procedentes de otra galaxia por el hecho elemental de haber ido a la universidad, tener un comercio por allí y creerse mejor gente que otra cuya supervivencia no le permitió ir a las aulas, gente del pasado, de esa que se le pone a caminar el engranaje esclavón y dueñesco de explotación del hombre por el hombre.

─Como los que se van a morir, patalean con gran empeño un poco antes. ¡Alegría de tísico! ─exclamó, y aunque la frase es un lugar común, en ella, que es médico, no deja de poseer una resonancia de mayor lapidación. Remató con música para mis oídos─: ¡No volverán! ¡Está dicho!

Y olvidada de su miedo e indignación, hicimos algo peor para la fortuna de una gente que la comen los tiempos: nos olvidamos de ellos y pasamos un día magnífico. ¿No dicen por ahí que algo desaparece definitivamente cuiando ya más nadie en el mundo lo recuerda o le dedica aunque sea el más pequeño pensamiento?



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Oscar J. Camero

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental.

 camero500@hotmail.com      @animalpolis

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