Mis andanzas por Sabaneta

Por las calles de aquél pueblo sabanero anduvo alguna vez un niño-hombre. Lo llamaron El Arañero,Tribilín; también El Bachaco, síntesis de unos orígenes que exhibió con peculiar gallardía.

Se hizo en la vida, en el contacto con los otros en quienes descubrió el sentido de lo justo y lo fraterno. Lo amamantó la leche sublime de la mamá Rosa, quien lo moldeó a su imagen y buenaventura. Vivió el mundo de la ensoñación y el encanto en el patio-universo de su primer hogar donde entrenó su mente febril e inquieta para la recreación y el invento. Fue un niño síntesis quien hizo de su terruño la cuna de su esencia.

Dejó sus huellas imborrables en aquél pueblo, allí, donde el viento se hace cielo y el firmamento tierra, donde lo verde se mezcla con lo útil y pequeño, y lo cotidiano se transforma en milagro. En ese pueblo donde vivió sus primeros 12 años, donde pudo tatuar en su ser el devenir de su conciencia.

Se aficionó por el mundo libre, por la brega, por la lucha; y lo sorprendió la rebeldía en la búsqueda obstinada de los otros, de sus rostros, figuras y letras.

Navegó desde entonces en el tiempo para interrogar a los sabios del saber y de los sueños. Les consultó cómo podía hacer para conquistar lo imposible. Todos le contestaron: eres llanero, inmenso en los objetivos, coplero como ningún otro. Sal y busca al demonio, rétalo desde el amor, inventa una nueva copla.

Se inspiró en los otros, en su imaginario popular. “Florentino somos todos”, pensó. Y desde entonces, cuenta la leyenda, se escucha por aquella gran sabana un murmullo intenso de este cantador sombrío quien cumpliendo con su ley, retó al Diablo a cantar la copla de la revolución amorosa.

En días recientes viajé a este pueblo sabanero; corrí presurosa a verificar la veracidad de los relatos de este niño-hombre quien, un día cualquiera, nos invitó a soñar con nuestra redención humana. Temo se concrete, en muy corto plazo, su marmolización definitiva.
Caminé lentamente por aquellas calles; lo observé todo con detenimiento, no tenía prisa. Pregunté, conversé con la gente que por allí circulaba sin apuros. Y mientras más me movía, más sentía su voz guiando el recorrido.

Me imaginé un diálogo con él; le describí mis pasos y hallazgos. Es un pueblo comercial con fuerte presencia árabe. Ya el Cine Bolívar, donde disfrutaste de las películas mexicanas, no existe. No encontré ninguna señal ni testimonio que me guiara a la vieja casa de bahareque y palma. Visité tu segundo hogar, una casa pequeña con tres cuartos y amplio patio, con muy pobres referencias de tu estancia por allí; fuiste tan prolijo en detalles que no comprendo qué paso con tu historia de vida. Entro en tu escuela, está bonita y bien cuidada, más no encuentro ni una señal de tu paso por aquellos salones y patios. Interrogo a los viejos y cansados árboles pero tampoco saben el por qué de tanta desidia. Un poco triste decido sentarme en la Plaza Bolívar en espera de un milagro: que algún viejito parlanchín aparezca por allí y resuelva todas mis dudas. Fue inútil, nunca llegó.

Entonces resolví regresar de nuevo a mi hogar. A lo mejor emprenda viaje de nuevo y encuentre lo que busco con desespero: al niño Huguito, al niño que se hizo hombre dibujando en el firmamento de aquella inmensa explanada, la nueva copla del sentir colectivo.

elgaropa13@gmail.com


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