Esclavos

Estoy en Dakar (Senegal) participando en un coloquio internacional consagrado a Las vías del afrorenacimiento . El tiempo es seco y caluroso, típico aquí de estos días de finales de diciembre, y el encuentro tiene lugar a orillas del mar en la prestigiosa universidad Cheik-Anta-Diop. Se analizan los estragos producidos por la globalización liberal en esta zona del Sahel y se citan, en particular, las destrucciones sociales causadas por las políticas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional (FMI), aplicadas en Senegal por el presidente Abdoulaye Wade.

La drástica reducción de los presupuestos gubernamentales se ha traducido en la desaparición de muchos servicios públicos, privatizaciones a mansalva, despidos de miles de funcionarios. En suma, un desastre social muy semejante al ocasionado por las mismas políticas en América Latina. No es, por consiguiente, casualidad que los participantes citen en sus ponencias al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, como el estadista que ha sabido parar la ofensiva neoliberal y devolver la dignidad a los ciudadanos humildes. Constato que, también en África, Chávez se está convirtiendo en una referencia y un modelo.

Algunos de los ponentes insisten en las causas históricas del subdesarrollo actual. Ponen el acento en las tragedias de la trata de esclavos y el colonialismo. Dos calamidades que, según ellos, ningún otro continente ha conocido en tan devastadora escala.

Decido ir a visitar la isla de Gorée, situada a media hora de travesía marítima de Dakar. Por la arquitectura de sus casas coloniales, el color rojo, amarillo y verde de las fachadas, sus calles empedradas, sus palacios de gobernadores o de capitanes generales y sus iglesias, la isla recuerda a cualquiera de las Antillas, como si el pequeño trozo de mar que la separa del continente africano fuese de hecho un vasto océano.

En Gorée se halla una de las decenas de casas de esclavos que existían en la isla en la época de la trata. Es la única en toda África que se ha conservado tal como era. Los negreros, en sus instalaciones, concentraban a los hombres, mujeres y niños raptados por cazadores en el interior de las tierras africanas para embarcarlos, ya esclavizados, y venderlos como ganado humano en América. Cada etnia africana, como cualquier animal de carga, tenía su precio, en función de su robustez. La más cotizada era la etnia yoruba.

La casa de esclavos de Gorée es pequeña y podía acoger en las inhumanas mazmorras de su planta baja de 150 a 200 esclavos. En el piso de encima, sin aparentes problemas de conciencia, vivían los mercaderes blancos. Desde casas como ésta, que poseían salida directa a un embarcadero, se deportaron encadenados, a lo largo de más de tres siglos (de 1546 a 1848), unos veinte millones de personas, de las cuales se estima que, a causa de los malos tratos, seis millones murieron durante las travesías.

Por su importancia histórica y porque da testimonio de uno de los mayores crímenes contra la humanidad, este lugar ha sido declarado patrimonio mundial por la Unesco. Aquí han venido a inclinarse personalidades como el papa Juan Pablo II (que pidió perdón por el largo silencio de la Iglesia) o el presidente Clinton. Hoy es lugar de peregrinación para los afroestadounidenses. También vino hace poco el presidente Bush. Pero, como comentó Boubacar Ndiaye, conservador de la casa de los esclavos, «fue un gesto hipócrita. El responsable del penal de Guantánamo y de los abusos en la cárcel de Abu Ghraib no tenía nada que hacer aquí».


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Ignacio Ramonet / La voz de Galicia


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