Venezuela sin Chávez

La inexorable permanencia de Hugo

Si usted pregunta, por allá bien lejos, lejos del pragmatismo de las ciudades que como amantes traidoras abandonan a quien las adora con suma rapidez, le dirán que lo han visto caminando a las orillas del Arauca, o recorriendo -sin arañas para vender- las mismas latitudes impuestas por la abuela Rosa Inés.
No sería de extrañar en un espíritu que en vida no vivió, solo luchó, peleó, ganó y perdió, por una sola causa: Venezuela. ¿Acaso resulta necio ponerlo al lado de Bolívar, como hito de fuego en la historia venezolana? Nunca antes, desde Simón, nadie suscitó tantas pasiones, tanto amor y tanto odio en un pueblo que, como aquél general, parece empeñado en seguir en su laberinto.

A un año de su ausencia física, Hugo Chávez sigue definiendo a la Nación. Hablar de una Venezuela sin Chávez se convierte en un ejercicio académico, retórico, pues hombre y país se convirtieron en sinónimos. Los más cínicos tuvieron que admitir, ante el paso del féretro en medio de una marea humana tan llena de dolor como de disposición al combate, que el hombre resultó siempre mucho más grande que sus adversarios, y que la Historia no acoge falsos mitos.
Y si hablamos de líderes que sirven de modelos epistémicos para las épocas, bien porque triunfan o se convierten en el deber ser de los pueblos, nadie debe dudar que los tres últimos siglos en América Latina ya tienen apellido: el diecinueve es de Bolívar, el veinte de Fidel Castro y el 21, aunque temprano, es de Chávez.
Su rostro, crisol de africano, de indio, de italiano, se marcó de forma indeleble en la mente de los venezolanos en aquel 4F, haciendo lo que nadie hacía: asumir responsabilidades en un país que como dijera sardónicamente el golpeado Carlos Andrés, estaba lleno de delitos sin delincuentes.

Pero Hugo no confesó delito alguno, sino que asumió el destino de quebrar el hilo inerte de la desidia, de separar en antes y después de la rebelión -no tenía idea que sería su nombre la frontera histórica entre épocas- a un país sumido en el infierno de una pobreza que para los 90 rondaba el ochenta por ciento, con un desempleo de 25 %, con más de la mitad de los trabajadores en la economía informal, sin seguridad social y con 70 % más desnutrición infantil que ahora, mientras los conductores de la Patria aceleraban el paso hacia el abismo, aún con la advertencia que hace un cuarto de siglo les hiciera el noble pueblo con El Caracazo, y cuya respuesta lacónica fueran tres mil muertes.

Cada cien años

Despiertan los pueblos, decía el poeta, y ponían al padre Bolívar como el camino perdido a seguir. Decía el Libertador en Angostura (1819): “Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siendo arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, (…) Ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana; (…) Ya la veo sentada sobre el trono de la Libertad, empuñando el cetro de la Justicia, coronada por la Gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno”.
¿Pudo acaso el Libertador vaticinar el retorno triunfal de su ideario, en manos de un humilde soldado de la Patria, que soñaba con jugar béisbol en las grandes ligas?

Hugo Chávez nació partiendo al siglo por la mitad, en 1954, y partió haciendo nacer el siglo XXI, con escasos 13 años recorridos. Su ejemplo libertario, de enfrentamiento con el orden preconfigurado por el neocolonialismo de Washington, permitió el surgimiento de las fuerzas de cambio en toda América Latina, porque Kirchner, Correa y Evo también son hijos del chavismo. Su rostro, recogido en millones de imágenes, es hoy el tercero más difundido en el mundo, luego de dos de sus tutores, Jesús de Nazaret y el Che Guevara.

Pero quienes lo difunden, al menos no todos, no lo hacen con una vocación de fe, como quien reza a un nuevo santo, nada más lejos diría el arañero de Sabaneta. Lo invocan como símbolo de rebelión, como mártir mundial en la lucha de los pueblos oprimidos por revertir su esclavitud, y que mejor que el orgulloso zambo que se reinventó a sí mismo, que abandonó el futuro cómodo de militar por el destino incierto de Comandante, con un ideario amasado por los cuentos de la abuela sobre sus antecesores guerreros, y por el empeño de hacer del verbo pensar, acción diaria.
Lo llamó James Petras, “un hombre renacentista del siglo XXI”, y acuñó en buena lid lo que califica como “el método Chávez de pensamiento”, lo cual imposibilita que su nombre desaparezca, así como no desapareció el nombre de Carlos Marx a la hora de interpretar los procesos sociales e históricos.

Es más que amor, frenesí

Pero lo anterior no es sino una de tantas consideraciones académicas sobre el hombre cuya impronta marcó a Venezuela durante los últimos 22 años. Chávez desempolvó en el alma de millones de venezolanos no solo la esperanza, sino a ese Bolívar convertido por las clases dominantes en estatuas llenas de cagadas de paloma en plazas oscuras. Después del terrible golpe del 27 de febrero de 1989, puso en manos del pueblo su propio destino, y se colocó él, como siempre lo dijo, como una brizna de paja en el vendaval de un pueblo cansado de sufrir.
Pero siempre fue mucho más que eso: la furia popular necesitaba un líder, porque décadas de represión, de dispersión de las fuerzas revolucionarias, habían dejado un archipiélago de rebeliones divididas, confusas ante el supuesto fin de la historia que gritara Fukuyama ante la caída del Muro de Berlín.

Nadie hablaba de socialismo, de repente la palabra era más indecente que nunca, pero Chávez, tomando su ideario de las raíces rebeldes de Venezuela, como siempre lo pidieran Bolívar y Martí, resemantizaría todo el discurso de las transformaciones profundas y, paso a paso, nos llevaría por la senda socialista como única opción ante al agonizante capitalismo.

Pero no solo pudo unir al descontento pensante, sino a todos aquellos que, sin mayores ejercicios intelectuales pero con gran fuerza, rechazaban el sistema imperante. Desde ese momento, desde que abandona la prisión en 1994 como un joven Mandela que no acepta tratos ni prebendas, sino la rebelión popular por la vía electoral; desde que asume, hace ya quince años, las riendas del gobierno; desde que cae y se levanta, junto a pueblo y milicia, en 2002, y triunfa una y otra vez en las batallas electorales y sociales, se convirtió Hugo en padre, hermano, maestro, confesor de sus seguidores y en líder, quiéranlo o no, de todos los venezolanos, porque el odio de la burguesía lo siguió por el camino que él mismo trazó para todos.

Chávez es la luz en el túnel, y nadie apaga la luz que lo guía. Cada palabra dada como quien enseña a su hijo predilecto, cada obra, cada dólar petrolero arrebatado a la oligarquía para los “desdentados”, los “invisibles”, hacen de Chávez el oxígeno histórico de los venezolanos conscientes. Y en eso puso la vida Chávez, en dar luces al pueblo, porque como lo señalaba en Angostura el padre Bolívar: “la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad; la traición por el patriotismo; la venganza por la justicia”.

Venezuela sin Chávez

Alguien en algún momento se preguntó qué pasaría si el líder no estuviera, siempre pensando en las constantes amenazas a su vida, convertido, como lo fue, en el centro de atención de la derecha mundial. Como lo demostrara la investigadora Eva Golinger en su libro El Código Chávez (2005) y como fuera revelado hace apenas algunas semanas, el presidente Chávez y Venezuela encabezaban en 2007, junto a China, Corea del Norte, Irán, Irak y Rusia, la lista de “objetivos a largo plazo” para los agentes de la NSA (National Security Agency) de los EEUU.
Sin embargo, su ausencia era solo un pensamiento hipotético: para quienes lo siguen no era creíble ni siquiera un retiro del líder que tenía apenas 57 años cuando expuso la terrible verdad de su condición física, y sus detractores, con el morbo que los acostumbra, se dividían entre celebrar por adelantado su desaparición, o negar de plano que tal enfermedad fuera cierta. En el fondo, nadie creyó que podía irse.

Hoy, mientras el país vive un nuevo episodio de esa lucha de clases que Chávez no creó pero hizo patente, en la cual tomó como Martí partido por los más pobres, cuando se enfrentan dos modelos de país, uno construido por una mayoría que en 18 procesos electorales mantuvieron invicto a Chávez y a su legado, y otro por una minoría cegada por el odio clasista y el peor de los fascismos, el no pensante y superficial, Chávez sigue siendo objeto de las pasiones nacionales. Los que lo aman, no aceptan que se pretenda acabar con su obra, es decir, con ellos mismos; los que lo odian, pretenden borrarlo hasta de la memoria colectiva, como si se tratara de una pesadilla histórica de la cual debemos despertar más temprano que tarde. Para sus seguidores, la única pesadilla, de la cual quisieran despertar sudorosos, con lágrimas pero felices, la constituye su desaparición, la que muchos aún no aceptan.

En su último mitin público, Chávez habló bajo la lluvia, y se disolvió; pero no para desaparecer, sino para fusionarse con el ADN político de cada venezolano. Nada, ni siquiera un cataclismo, puede disolver tal unión. No puede existir una Venezuela sin Chávez, así como no puede existir una Venezuela sin Bolívar. De haberla, tendría que llevar otro nombre, caminar por encima de millones de cadáveres y convertirse en la estrella siguiente del Imperio.
Chávez vive, así de simple.



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Rafael Boscán Arrieta

Periodista y Docente universitario

 boscan2007@gmail.com      @raboscandanga

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