Aclaratoria preceptiva que estimo se desprende

Acepto que lo que escribo puede resultar difícil de tragar. Lo asumo por si alguna institución o persona respetable con razón o no pretenda enrostrármelo. Pero correoso puede resultar debido a que correoso pareciera lucir todo. Todo lo que se ve y todo lo que se escucha incluyendo la órbita terrestre. ¡No me venga a negar usted generoso lector o lectora que hasta el mismísimo orgasmo muchísimas veces no resulta correoso! Y debo aclarar con todo que los hechos y personajes de mis ensueños (salvo los que resulten irremediablemente históricos, claro está) son ficticios de toda ficcionidad. Pero bueno, quien quita que, si por alguna eventual casualidad un microscópico parecido pudiera guardar uno de ellos o ellas, con alguna absurda realidad habida aquí o acullá, sería en verdad toda una diabólica coincidencia, donde por cierto, a este humilde servidor, nada de culpa habría de cargársele por ese ni por ningún otro concepto. Pero si algún asequible mérito pudiera ostentar lo que escribo (además de lo correoso) sería precisamente el de alertar –para así en lo posible, evitar– alguna ficticia realidad que nos tenga deparado el porvenir de nuestra esperanza que, en el caso nuestro, la sospecho como muy preñada de un larguísimo pasado.
Por cierto que se formula con sorprendente frecuencia esta pregunta: Qué hubieras querido ser tú. Significándote, ab initio con semejante interrogante, además, que no eres nada, o nadie. En verdad una ofensa velada pareciera gestarse siempre en el fondo de tal pregunta… O si por casualidad algo o alguien eres, la pregunta entonces es: Qué hubieras querido ser tú, si no fueras, lo que eres. La intención de tales alternas preguntas vaya usted a saber, cuál es. Parecieran ellas tontas de entrada, pero luego que el olvido se apodera de las respuestas, que cada quien va dando, el deseo insatisfecho de pensar –acerca de ello, de una manera trascendente– queda. La mayor parte de las veces –ha sido mi caso– la respuesta fue que me hubiera gustado ser Supermán. Más tarde Rubirosa. Más tarde músico. Más tarde pintor… ¡Y escritor que hubiera podido vivir de su oficio, se me olvidaba! Pero nótese que tales deseos de ser se correspondían con las edades respectivas en las que me iban formulando la pregunta. Hasta que teniendo la dicha de haber arribado a los sesenta años de edad, se me ocurrió responderle a alguien (bueno, a una hija inquisidora, concretamente) que me gustaría ser dios de oposición (¡coño!) obstinado ya por el hecho de que el mundo no aceptara, ni haya aceptado nunca, ser como he querido siempre que sea. Pero en paralelo un problema ético se me presentaría. ¿Querer ser dios no era pretender suplantar a uno que ya existe? ¿No sería eso como un acto insurgente contra el dios del status? Y sin uno proponérselo, ¿no estaría planteando con este cambio de condición una lucha entre dioses; vale decir, una guerra cierta de exterminio, en verdad, ilógica aspiración? La verdad es que me hubiera gustado ser dios, primero porque soy de sanas ambiciones (lo contrario me hubiera inclinado por diablo). Segundo, porque en la escala social legítimo es aspirar a ser lo máximo. Y tercero, por traerle a uno ser lo máximo muchas cómodas ventajas para todo. Pero por lo único en verdad, que lo mío se quedaría en simple deseo, es por desde niño haber venido rechazando la condición de inmortal; a mi entender, el peor defecto de un dios. Por el contrario deseaba infinitamente, y sobre todo hoy a los setenta y dos, ser finito. Diría que deseo ser mortal incluso con cierta premura: no más allá de los noventa y cinco.
Me confieso extrovertido. Abierto y terapéuticamente sociable. De profundo espíritu democrático. Y pensar tener que alternar y parlamentar con otro dios a quien no haya podido derrotar en una guerra convencional de exterminio, me resultaría aburrido bastante por el incontable número de sospechas y mecanismos de alerta y seguridad que demandaría cada encuentro a que nos obliga el siempre incómodo juego de la democracia. Sobre todo, si la “guerra es la política llevada por otros medios” y la guerra (y por derivación la política), es “el arte del engaño”… Y por tanto, ¿qué concepción sana y prospectiva, para una sociedad, pudiera erigirse sobre el engaño? Pero la verdad es que este mundo por Dios creado, este hábitad del inmenso privilegio del pensar permisivo, y, por ende, de tener conciencia de lo que somos, de la naturaleza de nuestro entorno, de las fortalezas y debilidades de nuestra existencia como seres aparentemente trascendentes, tiene virtudes… Pero también inexplicables defectos. Y tan suficientes y dicientes, estos, que bien pudieran permitirnos poner en entredicho la eficacia creadora de Dios, como Dios. Él vio como buenas muchas cosas ordenadas para crearse, dejándose llevar básicamente por su propio criterio de Dios, sin tomar en consideración nada como aquello que, dentro de Sí un álter ego, igualmente deificado había, a la larga resentible. De ese resentimiento de su otro yo se derivarían con posterioridad generalizadas aspiraciones competitivas, como esta mía de hoy que me embarga y que no deja de atormentarme por querer ser escritor. Pero mientras no sea dios resulta muy pertinente esta aclaratoria: con Dios me demandará ofrecer preámbulo comedido siempre, así como cuando, algún disenso inevitable se produzca, lo propio igualmente deba hacer. Y dejar constancia deseo, lo más expresa posible, que en mi caso querer ser dios es una sencilla visión poética –no decir dislocada, quiero– y esta aclaratoria-advertencia el deliberado propósito conlleva, además de evitar, lo que sería un terrible accidente histórico: el que pudiera eventualmente sumárseme adeptos que lograran manipularme al extremo de convencerme para que aspire seriamente a lo que se convertiría entonces en una “merecida condición”, y tuviera que cambiar, para mi propia desgracia, mis hábitos modestos y libres de vida. Así pues que mosca con mis pensamientos. Ellos sólo van de jodienda. Tómense así. Es la verdad. Lo juro solemnemente.


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Raúl Betancourt López


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