Sin metáforas

El día que Chávez besó mi mano y vi sus ojos



Lo más terrible se aprende enseguida
y lo hermoso nos cuesta la vida
Silvio

La noticia de la muerte de Chávez llega. Siento que me parto en dos. Veo plasmada sobre un cartel, en la calle estrecha por donde camino, una imagen suya en la que un aguacero torrencial cae sobre su cuerpo. Frente a él una multitud impresionante, una sola mancha roja. Caracas se torna triste. Ahora solo siento que soy un agujero, un agujero enorme. Pero hay una palabra que me fortalece, esa palabra es “lucha” y hay una frase, que aunque pueda sonar repetitiva, me ayuda a seguir: “luchar por un mundo mejor”.

En agosto de 2008, en el acto de la primera graduación de la Misión Cultura realizada en el Teatro Teresa Carreño, tuve la fortuna de hablarle, de mirarle a los ojos. Al tenerlo tan cerca entendí de repente, como un golpe demoledor, que no solo estaba frente a un hombre sino frente a un símbolo. Me cargué de un sentimiento indescriptible, y le dije que solo quería un abrazo. Entonces sonrió y me abrazó fuerte. Muy fuerte. Hizo reparo de mí con detalles, dijo que yo le parecía una de las más jóvenes de la graduación, qué cuantos años tenía. Entonces me apresuré y le expliqué que 25, que era extranjera, que había nacido en Colombia, que estaba altamente agradecida por la oportunidad que había encontrado en Venezuela de estudiar sin tener que pagar un centavo. Allí me interrumpió bruscamente para hacerme una corrección: No vuelvas a decir eso, no, no, no, tú aquí no eres extranjera. Tú eres de la Patria Grande.

Me sostuvo un buen rato mi mano izquierda con su mano derecha mientras respondía el saludo de los otros graduandos. Luego volvió a mirarme y me preguntó con aire de preocupación: ¿Dónde está tu título, no te lo han entregado? Le dije, a riesgo de todo, que el mío no aparecía (eso me habían dicho). Déjame buscarlo y yo mismo te lo entrego, me prometió. Dio media vuelta y le indicó a uno de los organizadores del evento que resolviera mi problema de inmediato. Y efectivamente el problema se resolvió con una inmediatez insuperable. Cumplió con la promesa y me regaló un beso en la frente, con la misma ternura que lo hace un padre con su hija.

Al día siguiente, yo partía a Bolivia para hacer una ponencia en la Feria Internacional del Libro de la Paz cuando un amigo me llamó para informarme que una foto mía con Chávez estaba publicada en la página web de Radio Nacional de Venezuela. Imaginé que era una foto panorámica donde yo aparecería en un tercer plano. Al llegar a mi destino la busqué desesperadamente en el cyber del hotel donde me hospedé. Cuando la encontré sentí que mi corazón se agigantaba, no solo porque la foto había perpetuado un encuentro irrepetible sino porque no recordaba ese momento en el que Chávez me besaba las manos. Además, la imagen tenía un plus: Él y yo protagonizando la escena como si hubiésemos ensayado esa pose conmovedora para el fotógrafo contratado en ocasión.

En alguna de las giras que Chávez hizo por Europa, una periodista le preguntó que si solía pensar en la muerte y él jocoso, ocurrente y poético como siempre, le contestó con el fragmento de un poema que atribuyó a Walt Whitman : En cuanto a ti querida muerte con tu abrazo frío y destructor no te tengo miedo. Así era Chávez (aunque la empresas de comunicación se empeñen en decir lo contrario), un hombre valiente, alegre, soñador, y sobre todo con unas ganas inmensas de vivir, de luchar, de enseñar. Me cuesta creer que en medio de su ajetreo, de sus horas dedicadas a pensar cómo transformar este mundo injusto y mal construido, tuviera tiempo para reflexionar sobre su propia muerte.

Miro esa foto donde estamos juntos y algo muy dentro de mi se desgarra lentamente. Escucho la canción El Elegido de Silvio Rodríguez y parece escrita y cantada para él. A través de mi ventana veo la ciudad extraña, oscura y dolorosa, es la Caracas sin Chávez y cuesta, cuesta mucho asimilarla. Cae la tarde, cierro los ojos, aparece Chávez prolongándose por todas las avenidas, los mares y los seres humanos que pueblan la Tierra. Lo pienso de la misma manera que Neruda pensó a Bolívar porque ahora su “pequeño cadáver de capitán valiente ha extendido en lo inmenso su metálica forma”. Pudiera decir también: Yo conocí a Chávez una mañana larga…

Lo veo partir y lo lloro, lo lloro como una niña abandonada, no puedo ocultar que me doblega el dolor. Escribo estas líneas y se que no hay metáfora posible donde impera un adiós como este adiós. Tengo la amarga sensación de que la muerte no solo es un proceso natural de la vida sino también una grosería, una real grosería.

martina65@gmail.com


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