Todavía está a tiempo

Carta abierta a Monseñor Baltasar Porras

Excelentísimo Señor, enormes resistencias internas me ha sido imprescindible vencer, como para que finalmente atendiera al llamado del deber y me decidiera a escribirle esta carta destinada a suplicarle humildemente, pero con firmeza, que vuelva su atención a los rincones más profundos de su conciencia, en donde aún deben yacer aquellos nobles impulsos e ideales que un día le llevaran a tomar la tremenda decisión de convertirse en sacerdote del pueblo católico al cual también yo pertenezco.

Soy médico, científico y profesor de la Universidad de Los Andes. Formo parte al mismo tiempo de ese sector intelectual que se debate entre los remolinos de las dudas existenciales, y para quienes precisamente las paradojas de las miserias morales, las ambiciones personales desmedidas y las posiciones políticas asumidas por gran parte de los miembros de la jerarquía a lo largo de la historia de la iglesia favoreciendo la injusticia y en contra de la verdad, ubicadas todas ellas en las antípodas del mensaje evangélico, representan en su conjunto una de las grandes piedras de tranca que nos impiden el acceso a la salud espiritual que a brazo partido con la funesta realidad tratamos de alcanzar para nuestras almas en el seno de la iglesia.

Soy merideño, y pertenezco por tanto a la grey aquella en la cual usted se inició como pastor. Debo confesarle que al principio me sentí orgulloso de que una persona de su talla intelectual se pusiera al frente de nuestra Arquidiócesis, tan necesitada de interlocutores espirituales de altura que lograran penetrar con la buena, aunque ya muy antigua nueva del mensaje cristiano, el ámbito académico de nuestra universidad. Todavía recuerdo el gozo y la alegría que me producían la admiración y el respeto con el cual personas de elevado porte académico, pero de un sano escepticismo ante las verdades espirituales, como el Dr. Luis Hernández, Premio Polar y dos veces Premio Nacional de Ciencia, se referían a usted. Era para el Dr. Hernández una certeza de orden probabilística el que llegaría usted a Cardenal, porque con ello la iglesia ganaría; a las cuales afirmaciones, yo, en aquel ahora y con un orgullo recóndito asentía.

Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes del Chama y del Albarregas, puliendo, desbastando y debilitando cada vez más los cantos rodados de nuestros ríos hasta transformarlos en arena; pero debo indicarle que los baldes de agua fría que usted ha lanzado sobre las esperanzas de los desposeídos de nuestra patria, desde el alto balcón de su investidura eclesial, han ido también minando y convirtiendo en arena el respeto y la credibilidad que supuestamente mucha gente le debe como pastor.

Me dirijo a su conciencia, y no voy a hacerle un recuento interminable de todas sus actuaciones políticas en contra de la única esperanza y posibilidad de redención social que actualmente tienen las mayorías marginadas, ofendidas y humilladas de nuestro país, y que yo, dada su condición actual de Arzobispo y Presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, no puedo menos que considerar y catalogar como reprobables. Sus palabras, sus actos, sus omisiones y la ambigüedad de sus declaraciones no me dejan lugar a dudas: está usted actuando estrictamente como político y utilizando con ventaja su posición dentro de la iglesia para colaborar en la consecución de los objetivos de la cruzada maligna a la cual se unió, y que son antagónicos con los esperados de un representante de Cristo aquí en la tierra, y de un ciudadano que respete las leyes civiles tal y como San Pablo nos lo recomendó.

Le ruego me perdone. Tal vez soy demasiado directo y simplista, pero me gusta llamar al pan pan y al vino vino. En este sentido no puedo menos que dirigir su atención hacia la responsabilidad que la jerarquía eclesiástica tiene, incluyéndolo muy principalmente a usted y a nuestro excelentísimo Cardenal Velasco, en el desenlace funesto que pudiera tener la situación por la que atraviesa en estos aciagos momentos nuestro país. Le escribo esta carta para que reflexione, porque veo con tristeza que la cabeza de la iglesia, de la cual es usted líder y vocero, está cayendo en algo mucho peor que aquel terrible y deleznable error de omisión que cometió la iglesia universal cuando se negó a condenar públicamente las atrocidades que el régimen nazi estaba cometiendo en Europa en contra del pueblo judío. Y digo mucho peor porque son ustedes parte activa en este momento en la promoción del odio entre los venezolanos.

Yo ni siquiera le pido que condene las barbaridades que esa oposición desleal, infame y deshonesta comete, no tan sólo contra el Presidente más demócrata y con mayor sensibilidad social que haya conocido y conocerá en mucho tiempo nuestra patria, sino también contra todo el pueblo venezolano, incluyendo en ese pueblo a todos aquellos que usted muy bien sabe han sido manipulados y movilizados en defensa de los intereses egoístas, antidemocráticos, anticonstitucionales y absolutamente antinacionales de unos pocos.

Sólo le pido que reivindique su imagen y la imagen de su alta investidura ante el pueblo venezolano y ante el mundo, declarando que la única solución racional, humana, legal y honesta posible en estos momentos es la establecida en nuestra Constitución. Tal declaración de su parte, en apariencia tan sencilla, estoy seguro que desarmaría los percutores de la violencia que cual espada de Damocles pende sobre nuestras cabezas. Le recuerdo el tango aquel que dice que la sangre aunque plebeya también tiñe de rojo; y lo hago porque sabe usted muy bien que la sangre del pueblo manchará también su sotana, los linos de su cama y las fundas de sus almohadas y jamás le dejarán dormir en paz hasta que vaya a rendir cuentas de sus denarios a Aquél que depositó en sus manos la excelsa responsabilidad de dirigir a su pueblo por los caminos de la paz. Su rol fundamental es ayudar a construir el camino al cielo, sin embargo, está usted prestando las herramientas de la iglesia para pintar con sangre las calles de un posible infierno.

Debo confesarle que abrigo pocas esperanzas de que me escuche, y que me ha hecho usted sentir avergonzado como católico con sus continuas declaraciones, sobre todo cuando hiciera público el comunicado ese que en mala hora redactara recientemente la Conferencia Episcopal, y con el cual no hace más que aprobar la conducta a todas luces reprobable de los hacedores de caos y tempestades.

La interpretación que hice al escucharle a usted se confirmó al escuchar a otro gran vocero de la iglesia en una entrevista por televisión. Con técnicas de diputado, y usando la Biblia como argumento, dejó claro que la Constitución carecía de importancia por aquello de que el sábado estaba hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. En ese sentido debo reconocer que Dios saca de las piedras descendientes de Abraham y corrige la escritura torcida de sus hijos, puesto que fue precisamente un sábado 13 de abril cuando nuestro pueblo retomó las riendas de la ley y de la Constitución para borrar la mancha ignominiosa de la firma estampada por nuestro Cardenal Velasco sobre el famoso documento que echaba por tierra lo que le costó al pueblo tanto tiempo de paciencia y de yugar.

Les recuerdo, a usted y a nuestro Cardenal Velasco, que Jesús aprobó el quebrantamiento del sábado aduciendo que sus discípulos tenían hambre y por eso en ese sagrado día cortaban las espigas. Paradójicamente, nuestro pueblo hoy tiene hambre, y ustedes, los supuestos representantes de Jesús, pretenden cortarles las doradas espigas de la Constitución para que continúen muriendo de inanición y de injusticia.

Usted sabe muy bien lo que puede ocurrir. Por favor, no permita que la sangre de los venezolanos se derrame inútilmente por los designios de unos locos que lo único que desean es el caos y la destrucción para salirse con la suya. Es hora de que se detenga en la soledad de su capilla personal, haga un esfuerzo titánico para escuchar la voz de Dios, nuestro Dios, y asuma su responsabilidad histórica ante el país. Todavía está a tiempo, y no creo que Dios le vaya a recomendar que permanezca usted de brazos cruzados ante la hecatombe que con tristeza avizoro que se avecina.

Conozco la magnitud de lo que como católico le pido en nombre del pueblo venezolano, sobre todo porque intuyo el mar revuelto de contradicciones en el cual su alma navega. Pero Aquel cuyo evangelio usted anuncia podrá ayudarle a calmar las tempestades morales de su mente, así como lo hiciera cierta vez con aquella violenta tempestad física del mar de Galilea.

Declaro formalmente ante el pueblo venezolano que de no obrar usted y expresarse apegado a la justicia cristiana y la ley humana se hace responsable de cualquier tragedia que nos pudiera sobrevenir. De ahora en adelante no tendrá ya más justificativos. Es usted dirigente del pueblo de Dios y no tan sólo de la fracción de los que se manejan con alevosía y premeditación para destruirnos. Todavía está a tiempo. Asuma con dignidad sus responsabilidades a la luz del evangelio y de la Constitución y no preste su intelecto y su posición para que el diablo haga de las suyas. Si así lo hace, pasará usted a la historia que lo juzgará con benignidad. Si no lo hace, ya está usted juzgado.

Con tristeza, y temblando de temor ante esta tremenda responsabilidad que hoy ante mi conciencia y ante el país asumo, me despido de usted muy atentamente:

Dr. Marco Parada


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