Bolívar 1800.
Anónimo
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¿Qué hay en
un rostro? En vano frenólogos y fisonomistas intentan adivinar la personalidad
a través de los rasgos físicos o viceversa. A pesar de toda la pretensión
cientificista de Lavater y de Lombroso, la exterioridad no revela la
interioridad. Hay sin embargo caras que arrebatan. Basta el amor para que una
faz nos deje suspendidos. Quizá unos rasgos nos encantan porque nos recuerdan
otros. Posiblemente reelaboramos las facciones que vemos para ajustarlas a
algún arquetipo desconocido que nos apasiona.
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Antes de la
invención de la fotografía, todos los retratos tenían un valor agregado
imaginario. Basta seguir a través de los siglos las modificaciones del rostro
de un mismo personaje acuñado en las monedas para comprender que este
imaginario pasaba de la modificación a la falsificación. A falta de datos la
iconografía inventó un Jesucristo rubio y un Cristóbal Colón de mil caras.
También tenemos imágenes de Bolívar que lo representan gigante, y el
bajorrelieve de Barre que lo plasma en las monedas como emperador romano, y
copias de copias de Tovar y Tovar y Arturo Michelena y Tito Salas sin más valor
que el chisme iconográfico.
Bolívar 1816.
Anónimo.
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Decía Arturo
Uslar Pietri que no hay dos retratos de Bolívar que se parezcan entre sí. Sin
embargo, desde las miniaturas anónimas de 1800 y 1804 aparecen rasgos
constantes: cara alargada, pelo rizado, cejas pobladas y arqueadas, ojos
grandes y penetrantes, nariz larga y perfilada, mandíbula fina y barbilla
puntiaguda. A partir de los retratos anónimos de 1812 y 1814, y particularmente
del trazado en Haití en 1816, los rizos dejan al descubierto una frente alta y
despejada, surcada más tarde de arrugas. Todos estos rasgos aparecen
confirmados en los retratos de 1819 de Lener, de N. Bates y de Pedro José
Figueroa, quien lo representa con feroces mostachos. Simón José Antonio de la Santísima Trinidad
era lo que Ernest Kretchsmer llamaría un leptosomático, pequeño, delgado,
frágil, con claro predominio de la parte superior del cráneo braquicéfalo sobre
el resto de las facciones. Así lo representan los retratos tomados del natural
desde 1825 de José Gil de Castro y de Antonio Salas, y todavía más los
patéticos apuntes de 1830 de Francois Desiree Rouland, de Meucci y de José
María Espinoza, que muestran un Libertador castigado por las contrariedades y la
enfermedad, más marcada que nunca la prominencia de su labio inferior.
Bolívar. José Gil de Castro, 1825
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Además de
ellos tenemos ahora un Bolívar digital reconstruido a partir de los restos
mortales del prócer. La antropología forense reconstituye con bastante
certidumbre los rasgos a partir de la estructura ósea. Las apófisis e hipófisis
del esqueleto informan sobre el volumen de los músculos que en ellos se
insertaban, y a partir de éstos conjeturamos la apariencia física de los
desaparecidos. Con esa técnica vislumbramos los rostros de los antepasados
primitivos del hombre o de cadáveres por identificar.
Bolívar. Anónimo, realizado a partir del apunte
ejecutado por Jean Francois Roulin en 1830.
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Algo falta
sin embargo en estas reconstrucciones: el gesto, que quizá revela la
personalidad más que las facciones. A pesar de que Wilhelm Reich sostiene que
un gesto repetido termina por estamparse, hacer rígida la musculatura y
estereotipar una “armadura del carácter” que deja su impronta en el esqueleto,
no hay forma de reconstituir la expresión habitual de una calavera. Tampoco, su
pilosidad y mucho menos su peinado. Napoleón es irreconocible sin su mechón y
Chaplin sin su bigotito de mosca. Algo puede faltar en las reconstrucciones
antropométricas: como las efigies de cera, mientras más parecidas más
inanimadas.
Bolívar 1830. Apunte de José María Espinoza.
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En vano se
afanan pinceles y cámaras y antropólogos en reconstruir efigies. Nuestro rostro
es nuestra obra. No hay más retrato de Homero que las olas, ni más rostro de
Bolívar que la inagotable América. Sólo quien navega contempla al primero, y
quien libera vislumbra el segundo. Imágenes confundidas con cosas o actos
perennes, capaces de medirse con el Padre de los Tiempos, para quien nada
significan esos instantes que llamamos siglos.