Salto al abismo

Danilo acompaña a Teresa hasta el lugar de la costa en que debe abordar la nave de la fuga. Llegan al propio sitio la esposa, los hermanos y los pequeños hijos de Mario. La nave de Lázaro arriba a un pequeño muelle casi abandonado. El resto del capítulo lo conocerá quien lo lea.

Guardacostas que protege las fronteras marítimas de Cuba

CAPÍTULO 4: SALTO AL ABISMO

Hacia el destino

Danilo y los otros viajeros entran en la playa de Guanabo y Juan, el conductor, socio de Lázaro que vive en el país, aparca el coche en el parque, cerca de un quiosco. Hay un tenso silencio.

Llega el coche que maneja Antonio, el otro socio de Lázaro en el país, en el que viajan la mujer, los hijos y los hermanos de Mario. Antonio se baja, le dice algo a Juan, regresa al vehículo y lo conduce por la calle central de Guanabo hasta el final de la playa para subir, otra vez, a la Vía Blanca rumbo al este, hacia Boca de Jaruco. El coche en que viaja Danilo lo sigue, a unos quinientos metros de distancia, por la misma ruta.

Son las seis y cincuenta de la tarde. El océano se extiende, sereno, interminable. Corre una brisa firme con intenso olor a mar.

Después que los coches pasan Boca de Jaruco y se acercan a su destino, la vegetación cambia. Ya no hay arena ni tierras pálidas, sino monte espeso, con lomas a la derecha de los vehículos, que viajan hacia el este, y leves ondulaciones a la izquierda que se extienden hasta el mar. El tenaz olor de la brisa marina se mezcla con los efluvios de la campiña. La vegetación es exuberante y, sobre ella, en los pequeños valles, los suaves barrancos, las lomas mismas, gloriosas, arrogantes, serenas aun cuando sus pencas danzan con vigor al compás de la brisa, las palmas reales imperan sobre el vasallo escenario. No muy lejos, hacia el sureste, está el hermosísimo Valle de Yumurí, con miles y miles de estas palmas, oriundas del país.

Las sombras del crepúsculo no dejan ver bien la munificencia de la flora y la fauna. Las especies más variadas de la flora sosegada que vive de la fotosíntesis conviven unas con otras; pero la temible fauna inquieta se devora a sí misma o se alimenta de la flora indefensa.

Antonio y Sergio, uno de los hermanos de Mario, habían recorrido toda esta zona hace unos días, llegando hasta el pueblito Arcos de Canasí que se encuentra a cuatro kilómetros de Boca de Canasí, desembocadura del río en la costa norte de Cuba, a noventa millas de Estados Unidos, o sea de Cayo Hueso. Sergio es el guía terrestre, o sea el que tiene que ir con el grupo desde la autopista hasta un pequeño muelle abandonado que se halla muy cerca de la desembocadura del rio, bajando por una senda de frondosa vegetación. De la autopista al muelle hay unos trescientos metros.

La zona costera que va de Boca de Jaruco al puente de Bacunayagua está vigilada por varios guarda-fronteras terrestres que, en parejas, caminan por todo el litoral, y por dos lanchas guardacostas que viajan en sentido opuesto, cerca de la costa. Avanzan despacio, a unas diez millas por hora, iluminando la costa con sus potentes reflectores. Se demoran unas dos horas en cubrir el trecho, cruzándose en el camino.

No son las naves torpederas de fabricación rusa que protegían al país en los años de guerra, caliente o tibia, nunca fría, y que estaban equipadas con modernos radares que tenían un amplio radio de acción, sino lanchas de unos veinte pies de largo, tripuladas por milicianos armados, algunas sin radar.

LA ANGUSTIA

Danilo siente un fuerte dolor de cabeza y tiene nublada la visión. No deja de mirar, fijamente, la sombra extensa del mar. Teresa le dice algunas suaves palabras y le canta otras románticas tonadas, pero él no las escucha. Su concentración es absoluta. Pasan por su mente, pero borrosas e instantáneas, las imágenes de su vida, desde su niñez hasta este trágico adiós todo lleno de silencio y de sombras. Tiene deseos de llorar amargamente, con toda su fuerza, sin complejos ni vergüenza, y de contarle a gritos al oculto mar que no ve con sus ojos sino con su mente la causa palpable de su desventura; pero se contiene y llora el llanto más triste, el que hacia dentro se llora. Comprende ahora que siempre ha amado intensamente a su mujer desde aquel instante de la arena y el asombro, desde la primera mirada, desde la original sonrisa.

A medida que el coche avanza, Danilo siente como si algo interior se le desgarrase poco a poco, como si una dilatada sombra, tan extensa como el mar, oscureciese su mente y embotara sus sentidos. Siente, al mismo tiempo, sueño e insomnio, inquietud y serenidad, ímpetu y cansancio, ánimo y desfallecimiento. De momento piensa decirle al conductor que acelere el coche para llegar cuanto antes, pero unos segundos después siente el impulso de pedirle que reduzca al mínimo la velocidad para no llegar nunca. Su mente se ha vuelto, otra vez, un volcán, pero mientras hace dos días, en el rutilante coloquio de la conciencia, hervía el magma ardiente pugnando por salir, ahora ya la abrasante lava se derrama por su mente llena de tormentos. Ya mira, pero no ve; oye, pero no escucha; piensa, pero no razona; evoca, pero no recuerda. Está en el paroxismo de la emoción, el sobresalto, la ansiedad, el dolor. Luce tranquilo, pero tiembla.

Teresa ha vuelto a llorar con lágrimas que tienen el intenso ardor del silencio. De pronto, hace un gesto brusco, toma el rostro de su esposo con las manos y lo vuelve a besar en la boca, cubriéndole la cara con su llanto. Danilo sacude la cabeza, como si saliese de un profundo letargo, mira a su mujer y la abraza con fuerza, como si quisiera que los dos cuerpos se fundiesen en uno.

EL SUSPENSO

El coche ha llegado a su destino. La esposa, hijos y hermanos de Mario, que habían llegado antes en el otro coche, se esconden en la maleza, cerca del sendero que conduce a la costa y al muelle casi abandonado. El conductor hace gestos bruscos para que todos se bajen con la mayor rapidez y vayan hasta la maleza, que está a veinte metros de la autopista. A lo lejos, de frente, se acercan varios coches; detrás todo es sombra.

Sergio ha hablado con Lázaro por el celular. La lancha está a diez millas, avanzando a veinte millas por hora. Ha de llegar en media hora. Ya son las siete y veinte.

--¡Bájense, bájense! --exclama el chofer--.

--¡Hasta la lancha, amor mío, hasta la lancha sólo! --exclama Teresa--. Él te espera.

Danilo cierra los ojos, se pone las manos abiertas, con furia, sobre la cabeza como si quisiera aplastar el terrible dolor que le agobia, abre bien los ojos, mira a su mujer como si estuviese mirando a un tiempo a un dios y un demonio, abre la puerta de un tirón y se lanza fuera del coche, cayendo de bruces sobre la hierba. Teresa sale del coche y cierra la puerta. El conductor acelera el coche hacia el oeste sin esperar a Danilo para llevarlo de regreso al Parque Central. Antonio ya va con el otro coche a varios kilómetros de distancia, hacia Boca de Jaruco.

Danilo se pone de pie y mira a su mujer de una forma tan agresiva que ella da un paso atrás.

--¡Vengan, vengan... por aquí, por aquí! --gritan, desde la maleza--

Las siete personas avanzan hacia la costa, por el sendero que bordea el río. Sergio va al frente, alumbrando con una pequeña linterna hacia abajo, delante de él. Luis, el otro hermano de Mario, carga a la niña de tres años y medio. El niño de cinco años camina delante de su madre, quien lo sostiene por un brazo. Al fondo están Danilo y Teresa, cogidos de manos. Danilo mira hacia abajo con los ojos bien abiertos y el propio trágico gesto. El trayecto es peligroso, sobre todo para quienes llevan a los niños. Un paso en falso y caen al río profundo.

Lázaro está, de pie, sobre la lancha, mirando el equipo que señala las coordenadas, el GPS. La lancha guardacostas está a media hora del pequeño muelle. Si no se hace la operación a la mayor rapidez, los pueden sorprender.

Una pareja de guarda-fronteras camina por la costa, hacia la boca del río, pero aún está a unos tres kilómetros. Si avanzan por el litoral sin detenerse, llegarían al muelle antes que la lancha de Lázaro; pero, por lo regular, los guardias caminan unos kilómetros y descansan un rato. Ninguno de los viajeros está armado. Sólo Lázaro tiene un arma de fuego. La tensión es enorme. La niña comienza a llorar, pues le teme a la oscuridad. El niño le pide a su madre que lo cargue y cierra los ojos.

EL OSCURO SENDERO

Sergio y los otros caminan con extremo cuidado. Ya han descendido por la pendiente y avanzan junto al río. El peligro de resbalar es ahora menor, pues ya el sendero no es en declive sino ondulado. Las mujeres no usan zapatos de tacones, sino tennis.

Danilo camina arrastrando los pies, llevado de una mano por su mujer y mirando hacia abajo con los ojos bien abiertos, pero sin ver el oscuro trillo por el que avanza, pues el débil reflejo de la linterna no llega hasta él. Ha tropezado con varias piedras sin perder el equilibrio, a pesar del precario estado en que se encuentra. En el vórtice de su mente sigue bullendo la lava calcinante. Le va a decir algo a su mujer, pero olvida su nombre y calla. Avanza como si fuese un robot. Lo mueve la propia mecánica del cuerpo, no la mente. Sabe que camina pero no hacia donde lo hace.

El sombrío sendero, el cielo estrellado, el río rumoroso, el son acompasado de las olas del mar, el ruido de los coches, el llanto de la niña, el sonido de los pasos, el canto de los grillos y el eco rítmico de los árboles que entonan la canción de la brisa en la espesura del monte... todo se le presenta como un eco extraño y cadencioso, como un solo escenario, recóndito, incomprensible. Ha perdido el sentido de la realidad, el dominio de lo tangible. Un sendero exuberante junto a un río cadencioso pudiera parecerle un estrecho cráter selenita y su mente turbada no sabría discernir si hay o no hay agua en la luna. Siente fuertes punzadas en las sienes, calambre en el pie izquierdo y una sed que le abrasa la garganta y le comprime el pecho. Tiene la vista nublada, pero no se da cuenta, porque no puede separar las sombras de la noche de las sombras de su angustia. No sabe dónde está ni de dónde viene ni hacia dónde va. Sólo se da cuenta que alguien le aprieta una mano y lo hala con firmeza, pero no que es la mano de su mujer que lo quiere conducir a una fuga a la que él se ha negado con firmeza.

Cuando la lancha se halla a tres millas de la costa, llegan todos al litoral, junto al muelle, cerca de la boca del río. Sergio se pone de pie sobre el muelle, los demás se quedan en el matorral. La lancha avanza ahora a quince millas por hora. Se demorará aún diez minutos en llegar al muelle. Son las siete y cuarenta de la noche. La operación se ha atrasado casi media hora y es posible que ya no pueda llegar a Big Pine Key antes del amanecer, corriendo el riesgo de que sea vista por los oficiales de las naves patrulleras yanquis en las primeras luces del día.

La lancha avanza con las luces apagadas, afrontando un peligro menor, pues Lázaro conoce bien el trayecto. Mario está de pie agarrado a uno de los polos metálicos que sostienen el techo de plástico, y mira, fijamente, hacia la costa a través de unos prismáticos.

Sergio saca de un bolsillo una hoja doblada de periódico, forma una especie de embudo aunque de huecos anchos y, a través de él, enciende y apaga la linterna tres veces, en dirección al mar.

--¡Ahí están! --grita Mario, con gran alegría--. Son ellos, ésa es la señal.

Unos minutos después, Sergio vuelve a prender la linterna tres veces a través del embudo.

La pareja de guarda-fronteras terrestres se ha sentado a descansar sobre unas piedras, a dos kilómetros de distancia. Una de las lanchas está a cinco millas de la boca del río. Se demorará media hora en llegar, a no ser que el piloto acelere, de improviso, a veinte millas por hora o más, en cuyo caso la fuga pudiera ser descubierta.

De pronto se oye un ruido en la maleza. Todos se acuestan sobre la hierba que está junto al arrecife. La niña sigue llorando y su madre le tapa la boca. El niño mira con ojos de espanto. Danilo ha vuelto a sumirse en su apabullante letargo. Teresa lo abraza con toda su fuerza, acostada junto a él, con la cabeza sobre su pecho. El ruido se acerca. Todos aguantan la respiración y se miran unos a otros. Es un ruido que viene de abajo, de hojas, ramas y hierbas que se quiebran lentamente. Ya está cerca de ellos. La oscuridad es absoluta. La tensión es enorme. La niña separa la mano de su madre y da un grito ahogado. El niño comienza a temblar. Sergio enciende la linterna en dirección al sonido y enseguida la apaga. Es una tortuga de tres pies de largo y muchos años de vida. Sergio se pone de pie, levanta, a tientas, a la tortuga por el carapacho y la pone, otra vez, en la hierba, de espaldas a él. La tortuga alza la cabeza y se interna, otra vez, en el monte con toda su calma y todos sus años. Su gesto altivo y sosegado se debe, sin dudas, a que nació con el grave problema de la vivienda resuelto para toda la vida. Vive tantos años porque nada le turba. Si algo la amenaza esconde la cabeza en su castillo inexpugnable, su carapacho, y cuando pasa el peligro la vuelve a sacar con altivez. Tiene una larga experiencia en esto: cientos de millones de años.

Sergio enciende, otra vez, la linterna a través del embudo.

Mirando, fijamente, hacia la costa, Mario lanza una vibrante carcajada que se pierde sobre las olas del mar.

Lázaro lo mira, sonríe y dice:

--Ifá ló l'oní ... Ifá ló l'ola ... Ifá ló l'òtunla pèlù è

Los guardias terrestres reanudan la marcha y la nave guardacostas mantiene la propia velocidad.

LA EXPECTATIVA

Teresa no sabe aún si Danilo ha de montar en la nave o ha de quedarse en tierra para regresar a la ciudad por sus propios medios. Si, después que ella se vaya, sube a la autopista y pide ayuda a los coches que pasen, la obtendría. La Vía Blanca no es la US1 ni la A1A ni la I-95 ni al Alligator Alley. El cubano no es como quienes viven en los países de muchas máquinas y poca sensibilidad. Su riqueza está en los sentimientos no en los bolsillos, y no es de los que piensan que si sube a su coche a un caminante, éste le va a revolver las entrañas con un filoso cuchillo.

Danilo puede, además, ir caminando hasta Arcos de Canasí, y pedir ayuda. Allí hay, de seguro, bicicletas y caballos y, quizás, algunos automóviles viejos que lo puedan llevar hasta Santa Cruz del Norte, adonde hay coches de alquiler y rutas de ómnibus que viajan a la capital. Tiene doscientos pesos, más que suficiente para ir en taxi hasta Atabey.

Teresa piensa en todo esto y sabe que, hasta este momento, lo único que ha logrado es que su marido la acompañe hasta el pequeño muelle. Se da cuenta del trágico estado de ánimo en que está y de que no va a entender nada de lo que le diga para que se monte en la lancha. Ella está, también, desfallecida, pues lleva tres días casi sin dormir ni comer y, además, por toda la tensión que ha sufrido en las últimas horas. Ya no hay nada más que pueda hacer como no sea seguir llorando y repetir la súplica que le ha hecho tantas veces. Ya todo depende de esa fuerza iracunda y mordaz que llamamos destino.

Los guarda-fronteras están a menos de tres kilómetros de la boca del río. Ya sólo faltan pocos minutos para que puedan oír el motor de la lancha. La nave guardacostas acelera a quince millas por hora, ya está a menos de tres millas del lugar. Los viajeros se ponen de pie al oír a la lancha de la fuga que se acerca. A treinta metros de la costa, Lázaro enciende las luces y Sergio prende la linterna, ya sin el embudo. Los guarda-fronteras ven la luz y comienzan a correr, pero no pueden seguir porque hay muchas rocas y declives en el litoral y deciden caminar con rapidez. La nave acelera a veinte millas por hora.

Lázaro coloca la lancha junto al viejo muelle de madera, le lanza la cuerda a Sergio y apaga las luces. Luis levanta a la niña y se la da a Mario, que está de pie junto a una de las paredes de la nave. Sergio entra a ella con el niño cargado. Después, saltan la madre y Luis. Lázaro les hace gestos nerviosos para que se apuren.

Con una expresión que el riquísimo idioma castellano se vuelve muy pobre para describir, Teresa mira a su marido y exclama:

--¡Ven conmigo, mi cielo, con tus hijitos, con tus nietecitos!

--Aquí me quedo --masculla Danilo, apretando los dientes y crispando las manos--.

--¡Suba, suba ya, señora! --grita Sergio--.

Teresa salta a la lancha. Danilo la mira con mirada de fuego. Lázaro les está diciendo a los recién llegados como deben sentarse en el suelo, para balancear el peso, y pone una mano en el acelerador.

--¡Labios con labios, papito lindo, alma con alma! –vocifera Teresa, en un esfuerzo supremo, con los brazos extendidos en el aire, el largo cabello volando en el viento, los ojos inyectados, la nariz hinchada, la frente ardiendo, el cuerpo tembloroso, anegada en llanto, con una expresión de inmensa tragedia esplendorosa--.

EL SALTO

De repente, Danilo da un salto brutal y cae en el centro de la lancha, de pie, con las piernas abiertas. Lázaro acelera la nave y Danilo cae al suelo, de espaldas. Teresa da un grito, no de espanto sino de alegría, y cae sobre su marido, cubriéndole el rostro de besos y lágrimas. La lancha se aleja de la costa a toda marcha con las luces apagadas y el motor haciendo mucho ruido. El guarda-costas está a menos de una milla, pero sus tripulantes no la pueden ver, pues el débil reflejo de la luna nueva desaparece detrás de unas nubes, aunque el resto del firmamento está despejado.

Todos están muy agitados, aunque no se mueven de donde están. Mario se halla en el estrecho camarote, a oscuras, y abraza a su esposa y sus hijos al mismo tiempo, exclamando, con gran emoción "¡mis chiquiticos, mis chiquiticos!", llorando y riendo. Si los niños pudiesen verlo a través de las sombras, no lo reconocerían, pues ha bajado casi treinta libras. Magaly, la madre, llora y abraza a su marido.

--¡Hay que darle gracias a Ifá! --exclama Lázaro, a viva voz, aunque sin mirar hacia atrás--.

La nave avanza a oscuras por la serena superficie del mar, a quince millas por hora. Los guarda-fronteras llegan a la maleza que está junto al muelle y no encuentran ni a la tortuga. Los oficiales de la nave guardacostas no pueden oír el sonido del barco que avanza hacia el norte porque el que hacen los dos motores de la suya es más ruidoso. El piloto ha disminuido la velocidad y alumbra con su potente reflector hacia la costa. La nave de la fuga se desvía un poco hacia el noroeste. Lázaro la acelera a veinte millas por hora. La nave guardacostas se acerca al arrecife y los guarda-fronteras le hacen señales de que una lancha navega rumbo al norte. El guardacostas sale en esa dirección a toda velocidad y avanza unas diez millas, pero la nave de Lázaro ha desaparecido.

Unos minutos después, Lázaro hincha los carrillos, se pasa una mano por la frente, expulsa aire con fuerza por la boca, enciende la luz que está junto al techo de lona y, con gesto de serena alegría, exclama:

--¡Ya estamos fuera de peligro... gracias a Ifá!

Unos ríen y otros aplauden, sentados sobre la cubierta de la lancha. Mario sale del camarote cargando a sus hijos, los coloca sobre una silla de pescar y se sienta en el piso, junto a su mujer.

Mario mira a sus hijitos con humilde y tierna expresión, casi con los ojos en blanco, en silencio, inmóvil, con lágrimas de alegría, incrédulo aún. Danilo y Teresa están sentados en el piso y se miran a los ojos, fijamente, desde muy cerca. Ella sonríe, pero él tiene un gesto de intenso dramatismo. No ha dicho una sola palabra desde que saltó a la nave. Tiene los ojos llenos de venas rojizas y el cuerpo cubierto de sudor, a pesar del fuerte viento. Sigue bullendo en su conciencia el magma abrasador. Oye el ruido del motor, pero no se da cuenta de donde viene. Escucha las voces de las personas como si fuesen ecos raros de una lejana voz. Aunque mira a su mujer con serenidad, no piensa que es Teresa, sino sólo un rostro que llora y que ríe, que besa y que habla, que calla y que piensa. No ha salido aún del profundo letargo en que se ha sumido desde que salió de Atabey.

De repente, Danilo se pone de pie, abre los brazos, mira con gran angustia a varias personas, levanta la cabeza con un movimiento súbito y, con gran excitación, exclama:

--¡¿Y yo qué hago aquí?!

--Tranquilo, papito, tranquilo --dice Teresa, poniéndose también de pie y pasándole una mano, suavemente, por los blancos cabellos que vuelan con la intensa brisa--.

--Pero... ¡¿y esto qué es, adónde vamos?!

--A reunirnos con nuestros hijos y nietos --dice Teresa, con intensa ternura--.

--¡Regrese... regrese... yo no puedo estar aquí! --grita Danilo, mirando a Lázaro--.

--¿Regrese? ¡Los fósforos! –exclama Lázaro, hundiendo el cuello, abriendo bien los ojos y mirando de medio lado--.

Danilo avanza con furia hacia Lázaro, pero los hermanos de Mario lo detienen y lo obligan a sentarse en una de las sillas de pescador. Danilo pone los codos sobre las piernas y se queda mirando, fijamente, con los ojos bien abiertos, al piso de la nave. Teresa le sigue pasando una mano por la cabeza. Él levanta la vista y mira hacia la costa que ya no puede ver. Bajo sus largos cabellos blancos revueltos sobre su amplia frente sudorosa, y de sus anchas cejas pobladas que casi le cubren los párpados superiores, arde su mirada como un incendio bajo una maleza.

--¡¿Qué he hecho?! --exclama, poniéndose de pie, cerrando los ojos y colocando las manos sobre la cabeza--.

Son las once y media de la noche. El mar es un plato; el cielo, una joya. La lancha se encamina, en línea recta, hacia el muelle de Big Pine Key, a once millas por hora. Lázaro tratará de llegar antes del amanecer para que las sombras de la noche ensombrezcan aun más a las sombras del delito.

La nave está ya a unas cincuenta millas de Canasí y a unas setenta de Big Pine Key. Todo marcha bien, tal y como Lázaro le había pedido al sabio Ifá. Danilo se ha sentado sobre la nevera, en la popa, y mira fijamente hacia la costa que ya no puede ver. Teresa está a su lado con un brazo sobre sus hombros. La mar está tan serena y Lázaro conduce la lancha en una forma tan diestra que hasta ahora nadie se ha mareado, a pesar de que ninguno ha tomado pastillas de dramamina. Magaly y los niños duermen en el camarote, a pesar del calor y la intensa humedad.

Mario está parado, a estribor, y mira hacia el mar oscuro con los ojos bien abiertos y girando la cabeza a un extremo y al otro, como un búho. No busca una presa para volar con su vuelo silente sobre ella y apresarla, sino cualquier luz que pueda ver en la distancia. Está feliz, pero nervioso.

Sabe que si un guardacostas yanqui los intercepta en el mar, sus hijos y su mujer serían devueltos a Cuba, Lázaro sería condenado a largos años de presidio en una corte federal y él podría ser acusado de cómplice en el tráfico de ilegales y recibir hasta cinco años de condena. Comprende, además, la justa reacción que existe contra estos viajes criminales que le han costado la vida a tantas personas como consecuencia de la Ley de Ajuste Cubano que incita a estas salidas peligrosas. Aunque están muy lejos aún de los cayos de la Florida, él sabe que esos guardacostas operan a mucha distancia de su país, más que nada para interceptar a las cigarretas que se dedican al tráfico de drogas desde varios países del Caribe, sobre todo Colombia. La CIA no permite la competencia.

Si los detienen, él sabe que los oficiales se darían cuenta en el acto que se trata de tráfico de ilegales, pues nadie sale tan lejos de las costas a pescar con nueve personas a bordo, entre ellos dos niños pequeños, y siete de ellas no tienen documentos que las acrediten en Estados Unidos. Si los descubren, la suerte de Mario sería terrible, pues tendría que separarse, otra vez, de su mujer y sus hijos, y pasaría en presidio varios años. Él lo sabe y por eso gira la cabeza casi a la redonda, como un búho nervioso, tratando de ver alguna luz, por lejana que esté.

carlos.rivero@att.net

Próximo tema: Lágrimas de sangre (Capítulo 5)


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Carlos Rivero Collado


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