La actualidad internacional y la revolución Bolivariana

Es imposible caracterizar con precisión la actual situación mundial sin entender la ya prolongada crisis que cruza a todo el sistema capitalista mundial.

Si se toma como fase inicial de esta crisis agosto de 2008, cuando estalló en Estados Unidos (USA) la denominada crisis de las hipotecas, con la secuencia inmediata de derrumbes bursátiles, quiebras financieras y bancarias, el primer rasgo resaltante es la extensión de la misma, su prolongación en el tiempo, sin antecedentes  en el capitalismo que emergió después de la 2ª Guerra Mundial (1945), es decir desde hace más de sesenta años, crisis que está próxima a los cuatro años y cuyas perspectivas –conforme a los últimos acontecimientos  – es a un agravamiento.

En realidad las causas más profundas de la crisis se remontan a mucho tiempo atrás, al menos más de dos décadas, pero a través de distintos mecanismos económicos y políticos (en realidad una combinación inseparable de ambos factores) la burguesía mundial pudo ir controlando sucesivas recesiones y convulsiones financieras localizadas, recuperando tras cada sacudón el proceso global de acumulación del sistema.

Ahora la crisis es mucho más grave que en el 2008, porque aparece comprometido el capitalismo mundial en su conjunto, con mayor gravedad en sus principales centros, lo que acostumbramos a mal llamar primer mundo: USA, Europa, Japón. Por eso se habla de crisis sistémica, aclarando inmediatamente que nos estamos refiriendo sólo a la base material, objetiva, económica, en la cual se sustenta el modo de producción capitalista.

Esto no significa de ningún modo desconocer que esta situación crítica de la estructura económica se entrecruza con otros aspectos no menos críticos, que afectan seriamente la vida humana y tienen su origen en el propio modo de producción capitalista, como la indudable crisis ecológica y la cultural, pero que no serán motivo de este análisis.   

En realidad la fecha antedicha, agosto de 2008, indica el estallido de una enorme burbuja de capital especulativo, sólo la fase financiera de la crisis, incubada desde mucho antes, como se dijo. Pero la crisis, que ya ninguno de los ideólogos y propagandistas del capital puede desconocer, no se reduce al aspecto financiero, como pretenden engañosamente hacernos creer esos mismos personajes, buscando la solución de la misma a través de regulaciones nuevas o diferentes a los flujos del capital financiero en el circuito mundial, como infructuosamente están intentando en las sucesivas cumbres del G 20.       

El segundo aspecto importante a señalar es que la crisis en que está sumergido hoy el mundo es una crisis de la estructura productiva, intrínseca del modo de producción capitalista, crisis que comenzó a gestarse a partir de la década del 70. La crisis en realidad comenzó con un proceso de superproducción, como todas las crisis capitalistas importantes. La creciente productividad del mundo capitalista, fruto de constantes innovaciones tecnológicas,  no encuentra como contrapartida un alza simétrica de la demanda, por las necesidades propias del capital, de aumentar la productividad sin un alza correlativa de los salarios reales, es decir que el crecimiento se realiza en base a una mayor explotación. En este momento, gran parte de la economía mundial está por debajo del crecimiento vegetativo o directamente negativo (recordar que para mantener un crecimiento vegetativo el PIB mundial debe estar alrededor  del 3% anual). 

Una vez más se verificó  el análisis marxista de la crisis: los ciclos de las crisis se gestan en la producción,  aunque se visualizan en forma tardía por sus efectos, cuando estallan los mercados financieros y asociados a esos derrumbes bursátiles aparecen las corridas y quiebras bancarias. Vale como comparación: cuando nos afecta una bacteria o virus, nos enteramos porque aparece la fiebre, que es un síntoma, no es la causa de la enfermedad, sino que expresa un trastorno mucho más profundo. El funcionamiento de las bolsas, que tienen una dinámica especulativa propia, que en sus oscilaciones cotidianas sólo refleja los rápidos desplazamientos de capital de un sector de la economía a otro, cuando sufren convulsiones de magnitud, generalizadas en casi todos los mercados y prolongadas en el tiempo, como está ocurriendo en los últimos años, son manifestaciones convulsivas de quiebres profundos en el corazón productivo del sistema, un epifenómeno de la crisis sistémica.  

Sin embargo el tercer elemento más relevante de esta crisis, no está en el aspecto económico de la misma, si no que lo más significativo es que coincide con el fin de un ciclo de hegemonía mundial, es decir que la crisis económica es a la vez la crisis de un largo ciclo de hegemonía mundial del imperialismo yanqui, hegemonía que la potencia yanqui consolidó con la 2ª Guerra Mundial y ahora está en franca declinación. Se ha entrado –y desde hace tiempo – en un período de abierta disputa por esa hegemonía y probablemente la resolución de la crisis mundial estará asociada también a la posibilidad de resolver esta crisis de hegemonía, es decir a una nueva configuración del mapa geopolítico.

Habrá que ver si el capitalismo puede resolverla exclusivamente por medios políticos, sin recurrir, como sucedió en las grandes crisis del siglo XX, a la guerra. Los movimientos militares de las últimas semanas indican, al menos, que el sector más fascista del imperialismo se prepara seriamente para esa última alternativa.

De lo que no hay dudas, es que en lo inmediato las distintas fracciones de la burguesía mundial han acordado en resguardarse imponiendo las clásicas recetas del FMI, para que los costos de la crisis la soporten las espaldas de los sectores asalariados. Como ocurrió siempre, la posibilidad que tengan de aplicarlas con mayor o menor rigor no se define en la esfera de la economía, sino en la capacidad de resistencia y organización que demuestren los explotados.    

I- Disputas capitalistas  

El imperialismo yanqui no logró su supremacía mundial por azar.  El actual es un capitalismo muy diferente al heredado de la primera y segunda Guerra Mundial, que en su momento estallaron como una forma de resolver sucesivas crisis, propias del sistema capitalista. No se puede entender la lógica actual de funcionamiento del capitalismo que nos toca enfrentar sin verlo en esa perspectiva, en sus grandes líneas, como heredero de esas confrontaciones intercapitalistas, interimperialistas, del siglo pasado.

El siglo XX nació bajo el signo de la lucha entre imperialismos, por imponer una nueva hegemonía mundial, ya que los viejos sistemas coloniales, con la supremacía hasta ese entonces del Imperio Británico y la libra esterlina, no reflejaba el ascenso de los nuevos capitalismos, particularmente alemán y estadounidense, con alto grado de concentración monopólica y crecientes necesidades de mercados y fuentes de abastecimiento de materias primas. La disputa por la hegemonía condujo directamente a la primera Guerra Mundial  del 14/18,  que por esa vía buscaba resolver un nuevo alineamiento y la supremacía mundial. Sin embargo, aunque desde el punto de vista militar hubo vencedores (Tratado de Versalles), tuvo que recorrerse un largo periodo de más de veinte años, el que media entre  la 1ª y la 2ª Guerra Mundial, para resolver la crisis de hegemonía.

Sin embargo esa 1ª guerra trajo consecuencias que no estaban dentro de las previsiones de ningún bando capitalista: se produjo la primera Revolución Obrera en el mundo, con lo cual un nuevo actor, el proletariado y los explotados, aparecían como una alternativa real de poder frente a las fracciones capitalistas. Surgió un nuevo estado de conciencia del proletariado, lo cual le planteaba tanto a la burguesía mundial como a las direcciones obreras reformistas de esa época una situación inesperada para ellos, con nuevas formas de organización de los trabajadores para enfrentar las  crisis del capitalismo, como los nacientes Consejos y Comités de fábricas, que ponen en discusión el derecho de la propiedad privada sobre los medios de producción, base del poder burgués. Para los no capitalistas, que son la inmensa mayoría del pueblo, apareció otra posibilidad para enfrentar las consecuencias sociales de las crisis capitalistas, situación que resulta insoluble si la posibilidad de superar las crisis se limitan a la esfera de la economía, a meras medidas económicas, por más audaces que estas pudieran parecer en su momento.  

No hay crisis económica, por grave que sea, que acabe por si misma con la hegemonía política y social del capital y la burguesía. Las crisis se resuelven, en última instancia, en el terreno de la lucha de clases.

Cabe agregar que esta última fue la perspectiva histórica de Marx y los principales revolucionarios de aquella época sobre las crisis, desmintiendo de paso a quienes acusan al marxismo de ser un economicismo. Para el pueblo las crisis del capitalismo se resuelven desde la lucha de clases, o sea que es el momento histórico en el cual se plantea como tarea necesaria y de actualidad poner en el debate público en beneficio de cual clase se está gobernando, qué clase podrá asumir el poder político. 

Fue en este cuadro de alta conflictividad de clases y crisis de hegemonía mundial capitalista que apareció la mayor depresión económica conocida por el capitalismo hasta entonces, la siempre citada crisis del 29/30, cuyo primer episodio comenzó en octubre de ese año con el derrumbe de las bolsas de Wall Street.

La magnitud de esa crisis, que no tenía precedentes en las anteriores, por su extensión, prolongación y por la cantidad de las ramas de producción afectadas, obligaron al capitalismo a implementar un nuevo tipo de políticas para intentar superarla y evitar la agitación social, “el peligro rojo” como decían entonces. Estas medidas salían del marco impuesto hasta entonces por la visión tradicional del liberalismo económico, amarrada al prejuicio que la “oferta genera su propia demanda”, al cual pomposamente le daban carácter de ley económica y que además lo aceptaban como un hecho incuestionable. 

Es pertinente recordar que recientemente el neoliberalismo –repitiendo una vez más que no es un sistema ajeno al capitalismo sino un conjunto de medidas económicas dentro del propio sistema, eslabonadas en interés hegemónico del capital financiero – volvió a introducir ese viejo prejuicio como si fuese una mandamiento inexorable: que la economía debe quedar librada al criterio “de los  mercados”. Bajo otra forma se reproducía la antigua falacia, la oferta  debería generar su propia demanda. En este caso ofertando y promoviendo la inversión de capitales, que actualmente sobreabundan a nivel mundial. Por eso la gran preocupación del capitalismo actual es cómo venderlos, a una tasa de interés que no derrumbe su rentabilidad, su tasa de ganancia. Con la crisis actual, como en aquel lejano 1929, este interesado prejuicio volvió a mostrarse tan falso como impotente.  

El estallido del 29 no hizo más que exponer con brutalidad lo que todos los capitalistas sabían desde hacía más de treinta años: el eje de la economía mundial se venía desplazando rápidamente del juego del libre mercado hacia el predominio de los grandes monopolios, que controlaban los “mercados” de las principales ramas de producción, produciéndose una suerte de “socialización bajo pocas manos” de sectores centrales de la economía, aumentando enormemente su capacidad productiva y agrandando cada vez más la distancia que hay entre la capacidad capitalista de oferta y la posibilidad de consumo de las grandes masas, posibilidad que siempre está limitada por un nivel de ingresos salariales amoldado a la necesidad y criterio de la ganancia del capital.   

La burguesía mundial, en sus principales sectores, rápidamente comprendió en ese momento que para salir de la gravedad de la situación, potencialmente pre-revolucionaria, debía imponer un giro sustancial a sus políticas económicas. En lugar de esperar que se reinicie lentamente el proceso productivo, luego del largo período de paro productivo, tras agotarse los stock, se decidió recurrir al gasto público, utilizando las palancas del Estado que controlaban, para estimular en el corto plazo el consumo mediante un conjunto de medidas fiscales, monetarias y de redistribución del excedente nacional.

La utilización del gasto público como una palanca para estimular la demanda se impuso como un nuevo criterio, que vendría a ser el predominante durante los siguientes cuarenta y cinco años en casi toda la política mundial, conocido como políticas “keynesianas”, que tienen en su base una nueva forma de INTERVENCIÓN DEL ESTADO en los fluctuantes ciclos de la economía capitalista.

De paso debe decirse que es una falsedad propagada en los últimos años por los neoliberales la “no intervención del Estado”. Toda la historia del capitalismo muestra que, bajo distintas formas o modalidades, el Estado nunca dejó de intervenir en la economía, a favor de una u otra fracciones de la burguesía. Lo que cambió con la crisis del 30, fue la forma específica de esa intervención.  Tanto en su versión “democrática” en USA, como bajo su forma fascista en Alemania, esas fueron las políticas que el capitalismo mundial utilizó para intentar remontar esa crisis del 30.

Pero lo que realmente permitió al capitalismo salir de esa situación de enorme sobreproducción no fueron esas políticas económicas “proactivas” (como también se las conoció) sino que fue la 2ª Guerra Mundial (1939-45). La guerra significó una inmensa destrucción de fuerzas productivas, tanto de trabajo vivo como de trabajo acumulado (capital), después de lo cual el capitalismo mundial comenzó un largo y exitoso ciclo de expansión y crecimiento, que se extendió hasta comienzos de la década de los 70.  

II- Crisis de la hegemonía yanqui  

La hegemonía que Estados Unidos logró imponer con esta guerra tuvo su base no sólo en su condición de amplia supremacía militar, sino también en la revitalización de su aparato productivo, que a diferencia del capitalismo europeo o japonés no fue afectado por la acción bélica y se fortaleció en su tecnología. Además, una inmensa área geográfica quedó bajo su exclusivo control, como la del Pacífico, extendida desde la costa oeste de su territorio hasta la lejana Australia. La imposición del dólar como moneda mundial afianzó o consolidó esa hegemonía (1944- Bretón Woods) y fue, en cierta medida, el reflejo en el plano de la economía mundial de los factores objetivos señalados, que aseguraron la supremacía yanqui en la posguerra, por un período que se extendió por más de medio siglo. 

El largo ciclo expansivo de la 2ª posguerra mostraba su agotamiento a finales de los 60. Las respuestas de masas a esa situación, que comenzaban a gestarse incluso en el corazón de la vieja Europa, implicaban un alto riesgo para el capitalismo mundial, que veía amenazada el estatus de convivencia y reparto de áreas de influencia que existía de hecho con el bloque del socialismo soviético, gestado a partir de los acuerdos de posguerra, como los de Yalta, Postdam y afianzado luego por la política de coexistencia pacífica anunciada por Jruschov, pocos años después de la muerte de Stalin.  

La decisión adoptada en agosto de 1971 por el gobierno de Nixon, suspendiendo la convertibilidad del dólar en oro, que para esa época tenía una equivalencia que oscilaba alrededor de 35 dls/onz troy (31,10 gr), era una forma implícita de reconocer la seriedad de la crisis que reaparecía y que golpeaba otra vez a las economías capitalistas. Esta medida unilateral del capitalismo yanqui lo liberaba para adoptar futuras decisiones monetarias, que permitiesen aumentar su capacidad de maniobra económica frente a la tormenta anunciada.

Las políticas anti-cíclicas implantadas desde los años 30, que en la posguerra sirvieron para extender por dos décadas – principalmente en los países de capitalismo desarrollado – una prosperidad que burgueses y reformistas se ilusionaban con perpetuar,  se mostraban como absolutamente inútiles para controlar una situación que la economía capitalista desconocía, en la cual estancamiento e inflación elevada se combinaban, lo que se conoció desde entonces como “estanflación”. Ocurría que nuevamente el capitalismo mundial enfrentaba un proceso generalizado de sobreproducción, lo cual se entrecruzaba con una enorme masa de sobreacumulación de capitales.

No bastaba con reiniciar un nuevo ciclo de expansión productiva tras el agotamiento de los stocks por la clásica vía de renovaciones tecnológicas y el impulso a nuevas ramas de producción, sino que también era necesario darle un cauce a esa enorme masa de capital. Las políticas monetaristas que prevalecieron desde entonces, con eje en las inversiones especulativas (financieras), articuladas bajo el dogma conocido como neoliberalismo, respondieron a esa necesidad capitalista de reajustar todo el ciclo de acumulación.  

La economía de Estados Unidos pudo desatarse de antiguos compromisos con sus socios capitalistas gracias a la liberación cambiaria del dólar iniciada con Nixon, con lo cual desde entonces pudo trasladar esa crisis al resto de las economías, por vía de la libre fluctuación de su moneda, que es también la moneda mundial.

El resultado concreto de esta medida puede apreciarse en toda su magnitud ahora, cuarenta años después. El precio actual del oro cotiza aproximadamente a 1700 dls/onza troy. ¿Qué nos dice esto? El valor del oro, en el sentido de lo que es el valor de una mercancía (el tiempo de trabajo social necesario para producirla) prácticamente no cambió, sigue siendo el mismo de aquella época. Lo que varió es su precio en dls, o lo que es igual, disminuyó la proporción de riqueza real que hay atrás de cada dólar que circula mundialmente. Un simple cálculo aritmético muestra que la riqueza potencial de la economía estadounidense que debería respaldar a su moneda ha caído nada menos 48 veces (1700/35) en cuatro décadas, o sea un promedio de 12 veces por década.  

Esta situación sólo fue posible de mantenerse porque USA tiene el monopolio de la moneda mundial y al costo de un endeudamiento desmesurado de su economía, astronómico, que hoy se calcula, sólo para la deuda pública del gobierno federal en prácticamente igual al l00% del PIB anual. Cómo término de comparación debe recordarse que los acuerdos fundacionales de la Unión Europea establecen para cada país un máximo de deuda tolerable hasta un 60 % de su PIB, aunque en la actualidad prácticamente ninguno cumple esa pauta y superan ampliamente ese nivel de deuda. En el caso de USA, si a la deuda pública federal se agrega las deudas de cada Estado y la deuda del sector privado es absolutamente impagable.

Aunque nos cueste pensarlo de esta forma, por el impacto ideológico que la publicidad burguesa nos ha impuesto, en realidad ocurre que la estructura productiva de la superpotencia fue quedando relegada, retrasada, frente a la de sus competidores de los otros países capitalistas, que es un factor decisivo para la apropiación de la tasa de ganancia. 

La economía yanqui atraviesa un largo período en el cual viene perdiendo competitividad en términos capitalistas. Situación que no es reciente, que ya estaba presente en los años 70 en muchas ramas de la producción – recordar la “invasión” de la industria automotriz japonesa al mercado interno yanqui – y que a lo largo de las últimas décadas no ha hecho más que acentuarse, como tendencia generalizada.

Con el gobierno de Reagan, a inicios de la década del 80, la reestructuración que necesitaba la burguesía para recuperar la rentabilidad de sus capitales llegó y despejó el camino para imponer una combinación de estímulo a las inversiones financieras sobre las productivas y reorganización de los procesos del trabajo de las cadenas de producción en función de obtener mayor apropiación de plusvalía. En la misma época, el mismo tipo de políticas se consolidaron en Gran Bretaña con el gobierno de Thatcher, para expandirse muy pronto por toda la geografía capitalista, derribando todo tipo de barreras jurídicas, obstáculos políticos y resistencias sociales, en una acción concertada desde los grandes “centros pensantes” del capitalismo mundial, como la Trilateral Comisión y concretamente en nuestro continente mediante el llamado “Consenso de Washington”, que logró imponerlas a través de la mano dura de dictaduras o la complicidad de gobiernos aparentemente democráticos, a los cuales con exactitud Eduardo Galeano denominó como “democracias tuteladas”.  

El triunfo de las políticas neoliberales no hizo más que postergar en el tiempo la emergencia de las tendencias profundas de la economía yanqui, que culminan con la fase financiera de la crisis de 2008. A pesar de ciclos expansivos temporales, que entusiasmaron a sus clases dirigentes y potenciaban su capacidad propagandística acerca de las bondades del “american way of life” – facilitada también por el colapso soviético – los últimos veinte años muestran sucesivas recesiones de esa poderosa maquinaria. Antes del estallido financiero ya era visible uno de los efectos más graves  de la crisis que se incubaba: el estancamiento de los salarios reales, con la consecuente caída del consumo de gran parte de la población, que se sostuvo sobre la base de un crecimiento exponencial de la tarjeta de crédito y la consecuente caída de la capacidad de ahorro del ciudadano estadounidense.

A medida que el “sueño americano” se hacía más inalcanzable para una creciente parte de su población se producía un ascenso vertiginoso del negocio de la guerra. El gasto militar y de defensa, a partir de la “guerra de las galaxias” y las sucesivas aventuras militares iniciadas desde la época de la 1ª Guerra contra Irak en 1990, no dejó de crecer, lo cual aceleró las necesidades de financiamiento de un Estado sobrepasado por sus deudas. 

La extensión y gravedad de la crisis, que no encuentra resolución, sacó a la luz la basura acumulada durante más de treinta años debajo de las alfombras doradas del capitalismo más desarrollado de la historia. De hecho está en curso un ajuste dramático que se verán obligados a profundizar, lo cual significa una enorme licuación (depreciación) de activos físicos y financieros y mayor empobrecimiento para una amplia franja de esa sociedad.

Esta suerte de purga económica es como liberar presión de una caldera que necesita ser descomprimida ante la amenaza de estallido, que en este caso llevaría a una parálisis mayor del aparato productivo.  El camino a recorrer para realizar esta suerte de depuración ha comenzado a fracturar seriamente a las elites políticas y empresariales del imperio. Se evidencia, por ejemplo, en las trabas que el Congreso pone a sucesivas medidas presupuestarias propuestas por Obama o en la suerte de parálisis en la que ha entrado la comisión bicameral del mismo, designada para que antes de fines de noviembre se expida sobre los sectores en los cuales deberían hacerse recortes para disminuir el gasto público por un monto de 1,2 billones de dólares, que no logra ponerse de acuerdo.

Un sector de la clase dirigente –por ahora minoritario – impulsa recortes y regulaciones más rigurosas a los enormes privilegios que el sector financiero acumuló en este período neoliberal, con la ilusoria esperanza de retornar a los patrones productivos del capitalismo de la 2ª posguerra, tomando como ejes de política económica algunos de los utilizados en la década del 30.  

En tanto se definen posiciones, la política global del imperialismo yanqui continúa bajo las orientaciones del poderoso complejo militar industrial, cuya meta es recuperar a corto plazo una hegemonía mundial que se les escapa de las manos, al precio de las guerras que sean necesarias. Necesitan actuar antes que esa tendencia sea irreversible.   

En el medio de esas disputas intestinas está creciendo, por primera vez desde los años de la guerra de Vietnam, la indignación popular, limitada aún a un sector minoritario y sin dirección política precisa, pero que aparece como una sombra amenazante para el bipartidismo, mediante el cual la mayor plutocracia de la historia controla a Estados Unidos.    

III- La desunión europea  

En los últimos meses el epicentro de la crisis se desplazó a las economías europeas, que siguiendo el rumbo trazado en los años precedentes por el capitalismo yanqui recurrieron al endeudamiento público para sucesivos salvatajes de su sector bancario, que técnicamente estaba en una situación de quiebra. De esa forma los riesgos especulativos del sector financiero se transformaron en una descomunal carga de la deuda pública, que ha pasado a ser el problema central en prácticamente toda la comunidad europea y en particular en los países atados al euro.

Esta operación de transferencia de las deudas privadas al sector público pone a los Estados endeudados en grave riesgo de insolvencia, con lo cual la opción de financiar sus deudas a través del método de emitir bonos de deuda soberana se encarece notablemente, agravando aún más la situación.

La baja en la calificación de esos bonos de deuda de países europeos que vienen haciendo las agencias que asesoran a los grupos inversionistas (como S&P, Moody’s y Fitch) no hacen más que blanquear la situación real, pero a la vez es la forma que utilizan los grandes grupos financieros para presionar a esos gobiernos –cuya base social está hoy sensiblemente corroída – para que terminen de aceptar las políticas de shock: un recorte drástico del presupuesto estatal (ajuste), para aplicar esos ahorros al pago de la deuda y sus intereses. De hecho los gobiernos europeos ya tienen asumida esa decisión, en consonancia con los intereses del gran capital y con el beneplácito de éste.

La Europa del llamado Estado de Bienestar Social – término demagógico acuñado para eclipsar cualquier perspectiva socialista –, que enorgullecía a reformistas de distinto pelaje, pronto será recuerdo de las viejas generaciones, pues estos recortes se harán a expensas de una brutal pérdida de los beneficios sociales conseguidos por las masas de Europa occidental en la 2ª posguerra. 

En este acuerdo se esfumaron las diferencias entre partidos de la derecha y de la izquierda light institucionalizada, de conservadores y liberales, de republicanos y monárquicos, de demócratas y filofascistas. La razón es simple: todos están montados en el barco capitalista y necesitan ponerlo a navegar lo antes posible porque corren muchos riesgos, no sólo el de la ingobernabilidad, sino que la indignación, que ya se adueñó de calles y plazas, haga resurgir en la memoria colectiva de los pueblos europeos la posibilidad de encontrar alternativas diferentes a las del ajuste capitalista, traspasando los límites impuestos por los centros financieros del sistema, con la perspectiva siempre fantasmal de la revolución social.  

Más allá de las resistencias populares que estas medidas producen, existen serias dificultades para que el barco capitalista europeo vuelva rápidamente a navegar en condiciones aceptables, porque profundos intereses dividen a sus burguesías.

Para comprenderlo mejor es necesario recordar como surge la unión económica europea. La integración económica, forjada primitivamente alrededor de un acuerdo franco-alemán de convergencia para la industria siderúrgica, fue una necesidad impuesta para adaptarse a las nuevas condiciones de competencia mundial que convenía a los grandes monopolios y que paulatinamente se hicieron obligantes para todos los países a través de las normativas que impuso la OMC (Organización Mundial del Comercio), aboliendo las barreras proteccionistas nacionales.

El período de bonanza que vivió el capitalismo europeo con la oleada neoliberal fue posible por esa integración, porque aisladamente difícilmente hubieran podido competir con sus socios yanquis, con la elevada productividad del capitalismo nipón y con la arrolladora irrupción de China en el mercado mundial. Cabe aclarar que esa bonanza tampoco alcanzó para todos, ya que parte de la juventud y especialmente los inmigrantes fueron relegados a recibir sólo las sobras de lo que parecía un interminable festival consumista. 

Con la aparición del euro como moneda de la comunidad económica se creyó alcanzar el momento más esplendoroso de la unión, al punto que la posibilidad de destronar al devaluado dólar como moneda mundial no aparecía como una meta ni utópica ni tan lejana.  

Contradictoriamente, las fortalezas fundacionales de esa unión – moneda común y disciplina (rigidez) sobre la deuda pública y el déficit fiscal- con las que el capitalismo europeo pretendía enfrentar mejor a sus socios anglosajones de ambos lados del Atlántico, con la crisis se trastocaron en lo inverso, en uno de sus flancos débiles. Ahora aparecen como serios obstáculos para superar la grave situación. Por ejemplo, los diecisiete países que cambiaron su moneda por el euro, han resignado uno de los instrumentos básicos para aliviar la carga de sus deudas, porque no pueden acudir a la devaluación monetaria (licuación). En este punto el capitalismo europeo está en desventaja frente a los yanquis, que recurren sistemáticamente a esta alternativa y lo seguirán haciendo. En un contexto mundial de retracción del comercio, la imposibilidad de devaluar la moneda también afecta en forma negativa a la competitividad exportadora europea frente a la de los otros capitalismos.

La dura oposición  de Alemania, con el apoyo francés, a cualquier intento de flexibilizar esas normas que impiden la licuación de deuda por vía devaluatoria se explica porque una medida de ese tipo lo perjudicaría en su condición de gran acreedor de la región y porque para bajar su propio endeudamiento, que también creció, cuenta con mejores instrumentos que sus vecinos: las ventajas de su productividad, sustentada en su gran tecnología y un atraso relativo de su costo salarial. La tendencia del eje franco-alemán se orienta a imponerles a sus socios del euro un mayor rigor fiscal a corto plazo y a cualquier costo, para salvar la moneda común. 

Si triunfan estas medidas que pretende el gobierno de Ángela Merkel, que parece lo más probable, se deberá darle una suerte de superpoderes al gobierno europeo – y específicamente a sus tecnócratas financieros – para fiscalizar las medidas económicas de cada país, por encima de sus gobiernos e instituciones. Lo cual significaría una clara resignación de soberanía, que no todo el arco político burgués está dispuesto a conceder.

Esta situación no ha hecho más que agravar las tensiones internas de la Unión Europea, al punto que analistas de la burguesía hablan de una “Europa de dos velocidades”, una forma elegante de anunciar la posibilidad de fractura del bloque. Debe recordarse que hace apenas dos o tres años atrás la mayoría de los países del viejo continente hacían cola para que se los admita en el selecto club del euro; ahora muchos están pensando en buscar una puerta de salida.   

Gran Bretaña, que para el eje franco-alemán es un socio conflictivo pero indispensable para evitar un continente con dos cabezas, no parece dispuesta con la crisis a desprenderse de ningún elemento de autonomía económica. Debe recordarse que no resignó la libra a favor del euro en momentos de euforia europea, cuando se creía que ese era el sendero al paraíso capitalista de la región. A pesar que los británicos también tienen sus cuentas en rojo y están realizando un plan de ajuste no menos draconiano que en otros países europeos, con una conflictividad social en ascenso, seguirán optando, como lo han hecho a lo largo de casi todo el siglo XX, por navegar como un modesto remolcador en la estela que traza el portaviones yanqui.   

Los Estados europeos también se encuentran en peores condiciones que sus socios y competidores yanquis para el financiamiento de sus deudas. En tanto que estos pueden recurrir a la Reserva Federal – que actúa como su Banco Central – para monetizar la deuda pública, los países de la zona euro carecen de esa posibilidad, dado que el Banco Central Europeo (BCE) tiene vedado actuar como prestamista de última instancia de sus gobiernos, sólo puede financiar la banca. De esta forma para los países europeos de la zona euro las alternativas de financiamiento de sus deudas quedan reducidas a nuevos préstamos a altas tasas a través de los mercados de capitales o los préstamos del FMI, condicionantes de toda su economía. Los latinoamericanos sabemos por experiencia que cualquiera de estas alternativas es un salvavidas de plomo para los pueblos.    

IV- Un mundo fracturado 

La preocupación de las capas dirigentes del capitalismo occidental no termina en sus crisis domésticas ni en las dificultades que esta situación crea para las históricas relaciones e intercambios entre yanquis y europeos. Saben perfectamente que se les está escapando de las manos el control y disposición que tuvieron del mercado mundial en las décadas pasadas, especialmente tras la implosión de la URSS y la balcanización de lo que fue su área de influencia, cuando la inmensa geografía humana del socialismo estatista europeo quedó a disposición del capitalismo.

A pesar que la andanada ideológica de la derecha impuso la idea que con la desaparición de la amenaza soviética se abría una nueva época inevitable e irreversible, plena de armonía, que llamaron mundo unipolar, las contradicciones propias del capitalismo no tardaron en reaparecer. Sin embargo esta situación sirvió por un período a las múltiples fuerzas y agencias del gran capital para controlar las fluctuaciones coyunturales de la economía global, amortiguarlas y adaptarlas a la medida de sus necesidades, económicas, políticas y militares.  

Pero en la última década esa hegemonía comenzó a ser cuestionada desde distintos ángulos por fuerzas sociales y políticas muy disímiles que emergieron en la escena internacional. Algunas de ellas, paradójicamente, crecieron estimuladas por la mano del propio capitalismo central.

Tal el caso de las burguesías de países como India, Sudáfrica y parte del sudeste asiático, que durante décadas habían sido relegados al papel de importadores de mercancías y capitales o mero suministradores de materias primas, pero que por las necesidades globalizadoras del capitalismo central – entre las que resalta la utilización del bajo costo laboral del tercer mundo - ahora se han constituido en países exportadores al primer mundo de productos industrializados, algunos de avanzada tecnología, además de acreedores de sus clientes occidentales.  

Para el capitalismo occidental, pero en particular para Estados Unidos, la gran preocupación estratégica es la China moderna, no por ser difusora de ideología marxista o exportadora de revoluciones socialistas –que nunca lo ha sido –, sino como la mayor potencia emergente que influencia gran parte de la economía capitalista mundial. Es decir como competidor del cual no puede ni deshacerse ni prescindir.

Los yanquis no tienen capacidad política para impedir que la moderna China avance con su comercio en regiones que hasta no hace mucho le eran inaccesibles, porque estaban bajo control yanqui, como el área del Pacífico, áreas del Oriente medio y particularmente América Latina.

Además, la crisis agravó la dependencia estadounidense de China, que necesita, además del acceso a su inmenso mercado interno, que el gigante asiático siga subvencionando al dólar mediante el mecanismo de compra de bonos del Tesoro, vía por la cual China se ha constituido en el principal acreedor financiero de la gran potencia endeudada.   

Si en tiempos lejanos, los estrategas del Departamento de Estado tenían la secreta expectativa que el deshielo de las relaciones entre Beijing y el occidente – conocida en esa época como diplomacia del ping-pon –, con la progresiva apertura de China al mercado capitalista, terminaría por corroer el elemental igualitarismo agrario y desmoronar el régimen forjado por Mao, ahora saben que ocurrió lo inverso: los capitales yanquis, sin proponérselo, contribuyeron a fortalecer un Capitalismo de Estado, que ahora es su más serio competidor.

La apertura al capitalismo se produjo en grado tal que China pasó a ser miembro de la OMC, la sociedad agraria se industrializó asimilando la tecnología capitalista e innovándola, el igualitarismo social cedió paso a diferenciaciones internas de clase más profundas en la sociedad china, al punto que florece una burguesía industrial y financiera. Pero el fuerte Estado creado por la revolución y controlado por la burocracia política del Partido no implosionó – como en el caso soviético – sino que hasta el presente ha mostrado ser lo suficientemente sólido como para controlar el paso conflictivo de una economía planificada a otra con fuerte incidencia del libre mercado, subordinar a las clases sociales y navegar en medio de la larga crisis mundial con mayor prudencia que la demostrada por las viejas seudo-democracias occidentales, totalmente subordinadas a los intereses de las grandes corporaciones capitalistas, ahora con predominio financiero.

El imperialismo yanqui ha tomado consciencia que su estrategia nunca podrá ser convergente con la de los chinos. 

Algo similar pasó  con Rusia. El desmoronamiento de la Unión Soviética se transformó  para el capitalismo mundial en una fiesta no sólo política sino económica. Las políticas neoliberales de los primeros tiempos de la restauración capitalista, impulsadas por paladines como Yeltsin, coincidían con los intereses inmediatos de una ascendente lumpen-burguesía necesitada de desmembrar el poderoso aparato productivo estatal soviético para apropiárselo. Las expectativas de esas elites dirigentes, puestas en ocupar un lugar de privilegio en el mercado capitalista asociándose a la tecnología occidental – superando el estancamiento en que había derivado el socialismo burocrático – se disiparon tan pronto comprobaron que el viejo capitalismo sólo le reservaba un papel satelital como mercado financiero y proveedor de materia prima, especialmente energética para Europa.

La nueva burguesía rusa enfrentó el dilema de resignarse a ese papel de país tercermundista que le destinaban sus nuevos socios o recrear un Estado sólido, capaz de garantizarle presencia en un escenario mundial conflictivo, preservar su mercado interno y su entorno histórico de influencia. El desplazamiento que se produjo en pocos años del gobierno del equipo abiertamente neoliberal a uno de perfil más estatista, dirigido por Putin, se explica por esa necesidad de una parte importante de la nueva burguesía y la burocracia estatal, que aunque deslastrada de cualquier idea socialista del pasado en el que se formaron, mantienen con firmeza las ancestrales aspiraciones rusas de gran potencia, heredadas del zarismo y que penetraron incluso el período soviético, determinando gran parte de su política, salvo el breve lapso de dirección leninista y protagonismo proletario. 

Ese espíritu gran ruso, sustentado en el fenomenal potencial de su riqueza territorial y en la tradición de un Estado con fuerte incidencia en el desarrollo de las clases sociales, está enraizado en los cuadros políticos y militares que ahora controlan el Estado. La magnitud de la crisis, que agudiza las diferencias entre los países capitalistas, no ha hecho más que consolidar mediante políticas concretas esa visión, que tiene expresiones diplomáticas, tanto en las relaciones de Rusia con sus vecinos – particularmente con los de la cuenca energética del Asia Central - en el fortalecimiento de las alianzas con China, muy deterioradas en tiempos del socialismo estatista, con la estratégica Irán y con la actualización de su poderío militar.

El imperialismo yanqui también ha tomado consciencia que su estrategia es cada vez más divergente de la del sector burgués que gobierna Rusia. Por esa sencilla razón se empeña en rodearla de misiles, que están sembrando en países de Europa oriental.   

El fortalecimiento y consolidación acelerado que se observa en los últimos años de alianzas recién nacidas, con distintos niveles de acuerdos, tales como el citado de Rusia y China, consolidado a través de la OCS, el de los capitalismos ascendentes de Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica (BRICS) , la UNASUR, que escapan al control de yanquis y europeos, es la respuesta defensiva a un mundo en el cual la creciente interdependencia económica  de los países exigida por la globalización resulta perjudicial para los intereses inmediatos de muchos de ellos y a largo plazo terminaría siendo amenazante para su soberanía nacional, porque se estructuró bajo las reglas de la ganancia capitalista y no de la asociación cooperativa de los pueblos.  

Se está configurando un nuevo mapa mundial, multicéntrico o multipolar, para dirimir nuevamente la hegemonía de un mundo, ahora absolutamente capitalista e interdependiente. Pero esta nueva geografía política surge como consecuencia de un creciente conflicto de intereses capitalistas, que recién está en sus primeras fases y sólo tiene manifestaciones bélicas limitadas, pero graves.

Se están definiendo nuevas relaciones de fuerza que ponen todo en entredicho, desde la moneda mundial, aún cuando en lo inmediato no se avizore alguna capaz de sustituir al dólar en esa función, hasta las superestructuras políticas internacionales heredadas de la 2ª posguerra, empezando por la propia ONU, que reflejan el mundo de la segunda mitad del siglo pasado, pero no las nuevas relaciones de fuerza que se están conformando.

En este escenario de crisis y confrontación intercapitalista nadie se resignará a ser desplazado y mucho menos los yanquis, cuya estructura económica esta orientada en función del poder hegemónico que mantuvieron por décadas. Cada paso atrás en su capacidad de imposición mundial implica inevitablemente un factor de agravamiento a la ya grave crisis de su economía y las consecuencias sociales que esto implica. Por eso en los últimos meses pudo observarse una contraofensiva yanqui que se manifiesta en diversas formas y en distintos frentes, con aspectos a veces grotescos – como el intento del Departamento de Estado de asociar los iraníes con los narcos mexicanos – y logran disímiles resultados.

Nada indica que esa contraofensiva será abandonada, sino todo lo contrario: las capas dirigentes de Estados Unidos – tanto en su versión demócrata como republicana – están unificados en lanzar una carrera contra el tiempo para frenar cualquier nuevo retroceso en sus áreas de influencia, retomar la iniciativa política donde la perdieron y reimponer su hegemonía por la vía bélica donde no encuentren otra alternativa, mediante conflictos más o menos focalizados.  

La satanización de Irán como “Estado terrorista”, la escalada en imponerle sanciones económicas y las maniobras militares yanquis en el Golfo Pérsico, se inscriben en esta perspectiva bélica, porque el régimen iraní es un obstáculo mayor para concretar un plan que data de la época de Bush.

Plan que en su origen se conoció con el nombre de “gran Medio Oriente”, se puso en marcha en 2003 con la invasión imperialista a Irak y cuyo objetivo es poner bajo control imperialista una extensa región, extendida desde el extremo atlántico de Marruecos hasta la zona energética del Caspio en Asia Central, pasando por los países de la costa norafricana y el Medio Oriente, de vital importancia estratégica, porque allí la gran existencia de hidrocarburos se combina con su condición de ruta y puente entre puntos vitales del comercio mundial.  

Con el papel de Israel como avanzada de la política imperialista en esa región y la complacencia de las corruptas monarquías árabes proyanquis, esta estrategia está en plena ejecución, a pesar de las adecuaciones que las nuevas circunstancias impusieron en el 2011, fundamentalmente la crisis desatada por las revueltas de las masas árabes que jaquearon antiguos aliados imperialistas, como los regímenes de Egipto, Túnez, Yemen y también sirvieron de pretexto para la intervención de la OTAN en Libia. 

La ruta imperialista hacia Irán pasa también por terminar de descomponer a su aliado regional, el régimen laico de la vecina Siria, detentado desde hace décadas por el partido Baas, tratando de catalizar hacia una guerra civil –que justifique la intervención extranjera – el descontento generado en un sector no despreciable de su población por el carácter autoritario del sistema político y los privilegios de sectores del entorno de la fuerza gobernante.  

Si se concreta la amenaza contra Irán pondría al mundo al borde de una grave situación bélica, amenazando la paz mundial. La agresión escaparía al control de quienes la impulsan, afectando el abastecimiento petrolero mundial, lo cual golpearía a muchos países industrializados, entre otros China e India, amenazando a Rusia en lo que ésta considera sus fronteras, poniendo en acción la indiscutible capacidad militar iraní y fundamentalmente desataría una masiva respuesta antiimperialista del pueblo persa, que lleva varias décadas de activo rechazo al imperialismo occidental, cuyas consecuencias sobre los pueblos de una región altamente conflictiva son impredecibles.     

V- De nuevo la lucha de clases 

Si por algo será  recordado el año que termina será por la irrupción de grandes movilizaciones y acciones de masas que se desarrollaron en la más diversas geografías, desde Medio Oriente, pasando por Europa y Estados Unidos, hasta regiones de Asia y los renovados reclamos sectoriales en la siempre reactiva América Latina, donde destacan los cimbronazos de Chile, el elogiado modelo de la derecha regional, que por vía de sus estudiantes puso sobre el tapete las desigualdades que afectan a amplias capas sociales y desnudó la creciente fisura que se está produciendo entre estos sectores y las fuerzas políticas que administran el régimen heredado de la dictadura pinochetista, sean progresistas o reaccionarias.  

Debería retrocederse varias décadas atrás para encontrar una situación en la cual, en pocos meses, convocatorias masivas cruzaron tanta diversidad de países. A pesar que   estas protestas fueron impulsadas por reclamos de naturaleza diferente, puede descubrirse atrás de ellos un rasgo común: directa o indirectamente expresan formas de resistencia a los efectos restrictivos que la crisis impuso en las condiciones de vida de las clases no capitalistas, en la pérdida de beneficios sociales disfrutados por generaciones anteriores o simplemente hizo intolerables para los pueblos situaciones de opresión y desigualdades de vieja data. Tampoco es difícil encontrar los nexos concretos, las mediaciones internas, que conectan cada una de estos reclamos con el marasmo económico en el que entró el capitalismo mundial.  

La vieja y temida lucha de clases, muerta y enterrada mil veces por los voceros de la derecha, irrumpió nuevamente de la mano de una crisis que, para preocupación de la burguesía mundial en sus múltiples fracciones, está avivando una llama que expande este deshielo popular.  

En la mayoría de los casos estas acciones se desarrollan dentro de las líneas conceptuales y reglas que el propio sistema capitalista cristalizó en la conciencia social: democracia, entendida en esta coyuntura como exigencia popular a ser consultados en las graves decisiones que están tomando las burguesías en defensa de sus intereses inmediatos; rechazo a los despilfarros y corrupción de las clases dominantes; rechazo a los privilegio fiscales del sector financiero; rechazo a los recortes presupuestario en los subsidios y/o políticas sociales.

La izquierda y los revolucionarios socialistas no pueden menos que celebrar este paso inicial de los pueblos hacia su autoconciencia. 

Pero también  es importante que los sectores en lucha – y en general todos los sectores explotados – avancen en la comprensión que existe una profunda contradicción entre estas exigencias de las masas movilizadas buscando respuestas a sus demandas dentro del marco capitalista y lo que la propia crisis pone en evidencia. Vuelve a demostrar – y a la vez poner en debate – la incapacidad de un sistema estructurado sobre la base de la apropiación de plus valor y la ganancia – tal el capitalismo – de darle solución a los problemas más elementales de la existencia humana, trabajo, vivienda, salud, educación, que ahora afectan a millones de personas.  

En este punto reside la principal contradicción de nuestro tiempo y el obstáculo mayor para que la crisis trascienda en una perspectiva más allá del capital, el socialismo.

Bien decía Lenin – en los años de su ruptura con la 2ª Internacional – que sólo cuando las grandes masas comienzan a buscar solución a sus problemas por fuera de la senda trazada por el capitalismo puede hablarse de una situación pre-revolucionaria.

Aunque siempre existe el riesgo de la abstracción al generalizar sobre procesos sociales de desarrollo tan desigual, es evidente que pese a los importantes avances del 2011 aún no se ha llegado a ese punto.  

Predecir si las esperanzas de retorno a un “capitalismo humanizado”, perspectiva que todavía predomina en amplios sectores movilizados, terminará cediendo el paso a una conciencia crítica de las mayorías, es decir histórica, que se refleje en que comiencen a buscarse alternativas en direcciones opuestas a las variantes del capital, como señalaba Lenin, es más incierto. 

En este sentido es importante recordar que la crisis también es una escuela política donde las masas más despolitizadas hacen su experiencia en tiempos más cortos.  

Pero no puede ignorarse que existen factores que inciden negativamente para que ese salto cualitativo en la conciencia política se produzca en una dirección anticapitalista y con la rapidez que las circunstancias exigen.

Uno de ellos, no menor, es la debilidad política de las organizaciones de masas existentes que podrían aglutinar y orientar a los heterogéneos sectores sociales movilizados. Es el caso de los otrora poderosos sindicatos europeos, que ven disminuido su poder de convocatoria o directamente han quedado relegados frente a la acción espontánea o inorgánica de amplias masas. Estas no se sienten representadas en esas organizaciones, que a fuerza de amoldarse a las exigencias del capital durante décadas, trasmutaron su concepción de clase explotada en una visión corporativa, adoptando para sus propios reclamos la lógica del capital.

Si en tiempos de bonanza económica esa asimilación al capitalismo permitió a esos sindicatos negociar, logrando algunos éxitos parciales, en una época de profunda crisis los dejó desarmados e impotentes para evitar que el peso de la crisis caiga sobre las espaldas de los sectores asalariados y no capitalistas.  

El carácter de espontaneidad que primó en las recientes movilizaciones, si bien puso en evidencia la potencialidad de “la indignación” popular y fue uno de los elementos que facilitó su masificación, expresó a la vez esa debilidad, o directamente la inexistencia, de las organizaciones de masas.

En contra de lo que pregonan ciertas concepciones espontaneístas tan en boga, el desarrollo político futuro de esta oleada de movilización popular, necesariamente exige que aparezcan esas organizaciones de masas, rescatando las existentes allí donde aún conservan vínculos reales con las masas, con un programa y una dirección anticapitalista, o creándolas directamente, donde no existen o han quedado devaluadas frente al pueblo.  

Otro factor que conspira contra un desarrollo acelerado de la conciencia anticapitalista de los sectores movilizados son las debilidades e insuficiencias que muestran las minoritarias vanguardias ideológicas que reivindican la alternativa socialista como salida a la crisis. A la extrema fragmentación, en muchos casos resultante del sectarismo del pequeño grupo, debe agregarse que esta izquierda, que puede adscribirse a una posición revolucionaria, sólo logra levantar sus posiciones como mero elemento propagandístico porque, más allá de impulsar las movilizaciones, carece de una estrategia definida para superar el marco capitalista.

A estas claras limitaciones se suman errores teóricos, como el lastre del electoralismo, que conduce en no pocos sectores de esta izquierda a enarbolar un socialismo abstracto, sin ninguna referencia de clase en sus plataformas políticas. O la reivindicación acrítica que hacen otros del estatismo, como si este fuese el puente a transitar hacia el socialismo, reminiscencia de la distorsionada visión estalinista del marxismo, que en la práctica conduce a solapar algunas posiciones políticas de esta izquierda con las de la derecha nacionalista, sembrando más confusión, en particular en las nuevas generaciones que llevan el peso de las recientes luchas.  

Confusiones tanto más peligrosas porque dificultan cerrar la brecha que existe entre la situación objetiva de la economía mundial, que empujan a resolver la crisis en una perspectiva socialista, y la dificultad que todavía existe en la conciencia y la organización de los pueblos para emprender ese camino. No cabe ilusionarse que esta contradicción encuentre pronta resolución.     

Es en este contexto que – junto a la radicalidad sin programa de los sectores movilizados – también se observa como aumenta la desesperación de amplios sectores sociales, que hasta hace pocos meses gozaban de relativo bienestar y que bruscamente se ven sumidos en la desprotección. Políticamente esto se traduce en un crecimiento de la derecha, que levanta un demagógico discurso populista del orden, la denuncia de la corrupción en las élites gobernantes y tiene por objetivo desviar el enojo de los sectores sociales afectados de los verdaderos causantes de la crisis, los capitalistas, hacia otra de sus víctimas, los inmigrantes pobres, acusados de venir a apropiarse del trabajo escaso y los disminuidos beneficios sociales.  

Así ocurrió  en Portugal, España, Hungría, Polonia, Grecia, Finlandia, el amenazante repunte del Frente Nacional en Francia, del ala republicana más reaccionaria en Estados Unidos e incluso explica en parte el crecimiento de sectores reaccionarios en Egipto, Túnez y otros países de esa región.    

La crisis capitalista vuelve a enseñar que si no se encuentra una solución revolucionaria reaparece el riesgo del fascismo, como forma de encausar y controlar las masas en función de los intereses del capital más concentrado. Inevitablemente crecen las tendencias nacionalistas de derecha y xenófobas en la medida que cada burguesía busca mayor protección de su propio mercado, a pesar del discurso globalizador y de integración que proclaman y en la medida que los sectores más pobres y afectados sigan creyendo que su propio destino está atado al futuro salvataje de los capitalistas de su país. 

Frenar ese curso hacia la derecha, particularmente en Europa donde existe una larga tradición proletaria, es urgente y posible. Pero no puede ser tarea de un solo sector ni de la acción espontánea de “la indignación” popular, sino que se impone con urgencia una decidida acción unitaria anticapitalista de clase – que en la mejor tradición revolucionaria se conoció como frente único proletario – capaz de asumir las movilizaciones en curso ganándose la confianza de los sectores que se movilizan y de todos los afectados por la embestida capitalista, especialmente la juventud, que carece del peso muerto de la tradición política.

La ofensiva del capital contra las antiguas conquistas de los trabajadores no sólo crea condiciones objetivas para una amplia unidad defensiva de las masas explotadas sino que estrecha el camino a las arraigadas tendencias reformistas en la izquierda, lo cual pone en debate y revisión sus prácticas de casi medio siglo, desde programas hasta estrategias, facilitando el camino de confluencia para forjar fuerzas de masas capaces de asumir el reto de dar vuelta la página de la historia.    

VI- Luces y sombras latinoamericanas 

Es un hecho que la presente crisis ha afectado en mucha menor medida a los países latinoamericanos, al punto que algunos voceros de las burguesías locales y clanes académicos pregonaban en los primeros años del quiebre financiero que las economías de la región estaban “blindadas”.

Esa suerte de discurso omnipotente fue cediendo el paso a pronósticos más cautos y acordes a la realidad de países que en gran medida mantienen serias dependencias de los grandes centros del capitalismo mundial, a pesar que en los últimos años algunos de ellos lograron la diversificación de sus intercambios y algunas mejoras en sus financiamientos, particularmente Brasil, Argentina, Venezuela.

Por caso la CEPAL pronostica para el 2012 un crecimiento global de la región menor al proyectado inicialmente en función del 5 % obtenido el año que termina. Brasil ya anuncia un importante retroceso en el porcentual de su PIB en relación a los años anteriores.

Además la crisis no afecta en la misma medida a todos; aquellos países más directamente ligados a USA se han visto más afectados, a pesar de haber mantenido crecimientos positivos, como México. 

El cuadro mundial de una crisis que aún no encuentra vías de resolución, junto a la crisis de hegemonía yanqui, que afianza la tendencia al surgimiento de nuevos bloques en el capitalismo, han actuado como incentivos para decidir a los gobiernos de la región – incluido los más derechistas, como los de Colombia, México, Chile – a acelerar la constitución de una alianza regional, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Sin duda ha sido el acontecimiento político más relevante a nivel regional del último período.  

Maniobras de último momento del Departamento de Estado no pudieron evitar el gesto simbólico pero contundente de su lanzamiento en Caracas, lo que agrega una nueva derrota a los fracasos que Washington tuvo en el continente en los últimos años.

Aunque en lo inmediato no es posible que la CELAC sustituya a la agónica OEA y está a distancia sideral de una conjunción definidamente antiimperialista nada indica que, a pesar de la heterogeneidad de fuerzas e intereses que allí confluyen, su existencia será virtual o intrascendente. Todo apunta a lo contrario. Hay evidencias para presumir que su papel político no será anodino.

En principio los países miembros de la nueva alianza asumen como uno de sus ejes fundacionales su comunidad de intereses sociopolíticos, desmarcándose de hecho – aunque sin enunciarlo – de la forma que adoptó la doctrina Monroe en el siglo XX, un panamericanismo abstracto al cual Estados Unidos en sus épocas de esplendor le impuso un contenido concreto, al diseñar la jaula dorada de una diplomacia continental mediante la cual consiguió que las gallinas cohabitaran con el zorro. 

La comunidad de intereses fundacionales de la CELAC no es sólo enunciativa sino que está soportada sobre bases materiales, que en épocas de crisis la hacen muy atractiva para las burguesías locales: consolidar un mercado común de 600 millones de personas, importante acumulación de capitales en la región por los superávit comerciales registrados en los últimos años, que posibilita crear mecanismos de financiamiento más accesibles que los que imponen el FMI y los centros financieros y – no menor – disponibilidad de materias primas esenciales y escasas, a las cuales se tendrá acceso en mejores condiciones que los países ajenos a la comunidad.  

Políticamente la nueva Comunidad surge con un respaldo no menos sólido que su potencial económico, porque tiene atrás el camino de poco más de tres años recorrido por UNASUR, que por un período será de hecho su soporte diplomático y organizativo.

Ese corto tiempo fue suficiente para que UNASUR – que incluye a doce naciones y maneja aproximadamente el 6 % del PIB mundial – haya obtenido logros limitados pero significativos. En el plano político desbaratando los golpes derechistas contra Evo y Correa, en lo económico, acelerando el comercio sur-sur y apuntalando el nacimiento del Banco del Sur y también en el sector de la defensa  militar con la estructuración de un Consejo regional que entre otros objetivos se propone una agencia espacial propia y está debatiendo una nueva doctrina para compatibilizar el accionar de los ejércitos nacionales, tema conflictivo y de improbable resolución en el corto plazo, habida cuenta de la supeditación ideológica, técnica y operativa de algunas de estas fuerzas armadas a los yanquis.

Este accionar de UNASUR da señales muy precisas que una de sus orientaciones estratégicas es la conformación de un bloque regional autónomo de los otros centros capitalistas mundiales, con la gravitación económica y política suficiente como para incidir en la nueva situación internacional.  

Esta política internacional, que ostensiblemente confronta con la de Washington en la región, no es sorprendente en gobiernos como los de Venezuela, Bolivia y Ecuador, porque es coherente con sus posiciones ideológicas de izquierda y sus orígenes políticos.

En el caso del gobierno bolivariano tampoco son recientes, porque en soledad levantó posiciones definidamente antiimperialistas. Pero recién cuando esa postura consiguió materializarse en un bloque regional, a través de sucesivos acuerdos entre estos gobiernos y los gobiernos reformistas que son pilares del MERCOSUR, especialmente los de Brasil y Argentina, comenzó a obtener resultados prácticos y amplificación geográfica, cuya primera manifestación exitosa fue el entierro del ALCA en 2004.   

Estos gobiernos reformistas – aunque nacidos de fuerzas populares e incluso como  resultado de graves convulsiones sociales, como el argentino – han asumido las necesidades que la coyuntura de la crisis impone a sus burguesías, las más desarrolladas de la región, con empresas que abarcan ramas muy diversificadas y amplia experiencia exportadora en múltiples mercados. En este sentido, sus propuestas de integración regional apuntan en la dirección que conviene al interés general de esas burguesías y tienen el alcance que les impone la optimización de los negocios de aquellas. 

Esta situación se expresa muy claramente en el gobierno de Brasil – con Lula antes y ahora con Dilma – que atrás suyo tiene a una burguesía que elabora planes con más largo alcance que el resto de las burguesías suramericanas.

Parte importante de esa perspectiva de la burguesía brasilera es la creación de una fuerte infraestructura de carreteras y redes ferroviarias que permitan desplazar su producción de la costa atlántica hacia el Pacífico, es decir este-oeste, proyecto que en su momento fue patrocinado por organismos internacionales con la bendición de las multinacionales, conocido como IIRSA (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana)

Ahora gran parte de esos megaproyectos de estructura vial y ferroviaria, convenientemente actualizados, fueron incorporados a los planes de UNASUR mediante su reciente aprobación en el COSIPAN, Consejo Suramericano de Infraestructuras y Planeamiento. (Gomez Nadal- Otramérica 07/12/11) 

Los primeros y grandes beneficiarios de esta cara capitalista de la integración son las sólidas burguesías nativas que tienen posibilidad de utilizarla de escudo protector de la competencia, para ampliar el mundo de sus negocios. Un perfecto testimonio de lo anterior es la omnipresencia de la empresa brasilera Odebrecht en distintos puntos del continente, realizando a través de contratos con los Estados grandes obras de infraestructura, financiadas por el Banco de Desarrollo de su país (BNDES). De allí que esta influyente franja de la burguesía, que no es exclusividad brasilera, no duda en sostener a estos gobiernos reformistas, más de allá de pujas distributivas internas.  

Esta misma perspectiva y razones similares explican lo que puede parecer como un giro sorpresivo de los gobiernos de Chile y Colombia, que además de su compromiso ideológico de derecha y sus antecedentes de apañar el fascismo, están ligados a las política de Estados Unidos por múltiples lazos, entre ellos los TLC, que facilita a sus burguesías el acceso al mercado del norte en condiciones preferenciales.

Sin embargo estos gobiernos ahora parecen mostrar tal entusiasmo por los procesos de integración regional que permitió a la actual secretaria de UNASUR, decir recientemente que “Si en el pasado tuvimos una receta que nos impusieron, que fue el consenso de Washington, ahora nosotros creamos nuestro propio paradigma en el Sur y el mundo debe oírlo”. (Gomez Nadal- idem).

En boca de una alta diplomática designada por el presidente Santos esta tibia declaración que busca cierta autonomía del Norte adquiere el carácter de osadía. No puede explicarse solo como un exceso verbal que encubre el doble discurso siempre presente en los políticos de la derecha. La realidad es que la dinámica de la crisis mundial también empuja a las burguesías de estos países hermanos a no quedar ni aislados ni amarrados al mercado estadounidense en el que saben que serán sacrificados tantas veces como convenga a sus dueños.

La derecha se suma a los nuevos bloques por diversas razones geoestratégicas que incluyen los intercambios regionales, el abastecimiento energético, el control de las fronteras, pero también porque son conscientes que si no levantan un cortafuego contra la crisis, que impida la propagación interior de sus efectos, se podría avivar la llama de la rebelión popular en el marco de complejas situaciones internas de pobreza, desigualdades y represión, particularmente en el caso colombiano, pero ahora también en Chile.   

El papel de Brasil ha sido decisivo para que estos gobiernos reaccionarios acepten la creación de UNASUR primero y de la CELAC después, no solo por el peso específico de su economía y de su influencia política en la región, sino porque además comparten en las grandes líneas la misma visión de desarrollo económico, respaldada por sus respectivas burguesías. Esta perspectiva de desarrollo es el segundo aspecto estratégico de los procesos de integración en curso. 

Como está ocurriendo desde hace casi veinte años la vía para el crecimiento económico que se viene imponiendo en casi todos los países de la región pasa por la explotación intensiva, capitalista, de los recursos naturales, en base a la utilización de modernas tecnologías que requieren grandes inversiones iniciales.  

Esta estrategia de crecimiento económico se viene consolidando a través de tres ejes principales: la llamada mega-minería a cielo abierto, lo que en la agricultura se conoce como “revolución verde” y la ampliación extractiva de los recursos energéticos.

La explotación intensiva de la minería en el eje andino, a lo largo de su extensión continental y en todas sus estribaciones, está en curso y en los planes futuros de las grandes multinacionales del ramo – con preeminencia de las canadienses – y sus asociados nativos. Se ha demostrado que la mayor utilización por las nuevas tecnologías de cianuro, siempre riesgoso, el enorme caudal de agua que utilizan y la profunda modificación topográfica que producen, ponen en riesgo el futuro de las poblaciones aledañas. 

La notable expansión de las fronteras agrícolas en las fértiles llanuras sudamericanas,  en lo sustancial sigue un molde similar al descrito para la mega-minería. El alza mundial de precios de los productos agrícolas por su creciente demanda alienta un negocio que deja ganancias que en muchas ocasiones supera la tasa media del mercado.

Su fundamento tecnológico está en el desplazamiento de la agricultura tradicional a un uso intensivo de grandes extensiones de tierras fértiles, con nuevos métodos de siembra, que necesitan una alta mecanización del agro y el uso de semillas genéticamente modificadas, resistentes a plagas y a herbicidas agrotóxicos.

Desde el punto de vista económico estos requerimientos tecnológicos necesitan de grandes inversiones de capital que solo están al alcance de burguesías fuertes o

grandes pools financieros orientados a esta floreciente rama de producción.

La dependencia tecnológica de este tipo de agricultura de las multinacionales como Cargill, Monsanto, Nidera y otras, que detentan el monopolio de producción y las patentes de los insumos requeridos, terminan de cerrar el círculo económico que conecta a los inversionistas nativos del agronegocio – de fuerte influencia en las economías nacionales – con el capital imperialista.

Los desmontes de reservas boscosas para incorporar nuevas áreas de siembra en busca de ampliar un negocio exitoso, con sus graves consecuencias de alteración climática, modificación topográfica y desplazamiento de poblaciones ancestralmente asentadas en esas regiones, muestran la cara irracional de esta “revolución verde”.  

Los intereses involucrados alrededor de esta forma de crecimiento se han transformado en una fuerza no desdeñable que explica en buena medida la vocación integradora de sectores poderosos de las burguesías suramericanas. Como más de una vez señaló el presidente Chávez debe entenderse la política a través del “mapa de las mercancías”. 

Los sectores capitalistas arriba señalados, que obviamente son beneficiarios inmediatos de esta forma de crecimiento, son los más proclives a traspasar los límites nacionales si forman parte de una misma configuración del terreno. Pueden encontrarse emprendimientos mineros o cultivos de soya de una misma compañía a ambos lados de las líneas demarcatorias de fronteras.

Pero nada garantiza que los buenos negocios de las burguesías latinoamericanas contribuyan al bienestar y la felicidad de sus pueblos y seguramente esa no es su preocupación principal. Hay sobradas experiencias históricas que así lo demuestran.  

También se benefician los gobiernos de los países donde el PIB se expande en base a esta forma de crecimiento porque las tributaciones impositivas que generan contribuyen, en algunos casos en forma decisiva, a equilibrar las cuentas nacionales, independientemente del signo político del gobierno.

Si bien los gobiernos de derecha protegen y favorecen este tipo de explotaciones mineras y agrícolas porque concilia con los intereses más generales que defienden, los de izquierda, de base popular, tampoco pueden prescindir de las mismas, aunque les impongan formas y montos de contribuciones fiscales más rigurosos y beneficiosos para los Estados.

El recorte de las ganancias empresarias y su distribución social más equitativa no soluciona las distorsiones que ha introducido este modelo de crecimiento. Ni siquiera gobiernos nacidos de grandes movilizaciones de masas, como los de Evo Morales y Correa, pueden prescindir en lo inmediato de los recursos que sus gobiernos reciben de este tipo de explotación, aunque entre en conflicto con su perspectiva ideológica.

No siempre es por claudicación de clase o blandenguería, como pregona cierto radicalismo abstracto. Aquí aparece, una vez más, la siempre difícil tarea para los socialistas que gobiernan de encontrar un puente entre la solución de las necesidades inmediatas del pueblo y la materialización de un programa para transformar las estructuras capitalistas de la sociedad.         

Visto en su conjunto la consolidación de este modelo de crecimiento económico a nivel regional, aunque pudiera servir para engrosar el PIB y las cajas fiscales, no conduciría a nuestros países a una mayor soberanía como pretenden algunos discursos seudo-progresistas, sino a lo opuesto.

Primero porque no excluye la asociación con los capitales extranjeros sino que, por el contrario, la presupone. Algunas tendencias políticas se ilusionan con acotar ese riesgo  afinando al detalle la letra chica de los contratos en las asociaciones con las empresas multinacionales. Pero los recaudos legales no son más que una delgada línea muy fácil de traspasar, porque la soberanía depende de la orientación general de toda la economía nacional y de la clase social que detente el poder.

En segundo término porque lo que ahora se conoce como “reprimarización” de la economía, significaría para nuestros países un retroceso, bajo modernas formas tecnológicas, al papel primordial de abastecedores de materias primas al capitalismo central, similar al que desde sus orígenes el capitalismo naciente impuso a sus nuevas colonias americanas. 

Varios países suramericanos, con Brasil como avanzada, vivieron en los años sesenta ese tipo de deslumbramiento de asociar la noción de mayor soberanía a la del crecimiento del PIB. En aquella época la estrategia de crecimiento propuesta apuntaba a romper el cerco de la monoproducción agroganadera y el subdesarrollo mediante la industrialización, especialmente en la rama metal-mecánica. Para logar este objetivo se desarrollaron desde el Estado políticas económicas y de concertación de clases que facilitaron la radicación de inversiones directas de empresas multinacionales, asociadas en muchos casos a sectores de las burguesías locales. Es decir abrían las puertas a los sectores más dinámicos del capitalismo de entonces sin alterar las viejas estructuras económicas ni de clases.

Los voceros intelectuales de ese plan para insertar nuestros países en las grandes ligas del capitalismo mundial fueron las corrientes llamadas desarrollistas. Si aquellas  tenían puestas sus expectativas y su perspectiva estratégica en las esperadas inversiones del hegemónico capitalismo anglosajón, las nuevas versiones de esas viejas teorías, además de proponerse diversificar los ejes productivos, amplían el arco de su búsqueda de inversores, porque enfrentan un imperio en retroceso, un capitalismo fracturado y con otros jugadores de primera línea.       

Es conocido que el saldo de aquel período dejó regiones industrializadas, encumbró algunos grupos de la burguesía nativa, potenció el desarrollo desigual en la estructura socio-productiva, agravó el problema de la marginación urbana, acrecentó la descapitalización de nuestros países y la dependencia tecnológica, con sus consecuencias inevitables de mayor subordinación al capital imperialista y mayor empobrecimiento social.

El desquicio que produjeron estas múltiples contradicciones fue un terreno utilizado en los años ochenta por el discurso neoliberal de la derecha contra el “estatismo” de los años precedentes, que ideológicamente prepararon el desembarco en gran escala del capital financiero trasnacional en todo el continente, con sus graves y conocidos efectos sociales.  

Una periodista argentina de la sección económica de Clarín desnudó la realidad de lo que está sucediendo citando (se supone textualmente) a un directivo de la CEPAL – donde las concepciones desarrollistas hicieron escuela - quien con ácido humor señaló que “…La buena noticia es que nos estamos conectando de manera cada vez más intensa con el motor de la economía mundial del siglo XXI (es decir China). La mala es que lo estamos haciendo con un modelo exportador similar al del siglo XIX”. (Anahí Abeledo - ieco.Clarín.com-25/04/10) 

Este modelo productivo que viene avanzando y que – como se dijo – juega un papel importante en los acuerdos de integración regional, también tiene perjudicados directos, lo cual está provocando graves conflictos sociales en varias regiones de América Latina.

Son las poblaciones afectadas por las actividades de la nueva minería, aquellas que fueron expulsadas de tierras que ancestralmente ocupaban y trabajaban, las que ven desaparecer bosques que desde generaciones pasadas constituían su modo de vida.

Se está asistiendo a una apropiación en gran escala de recursos naturales – tierra, agua, bosques, subsuelo – que durante generaciones dieron sustento a grupos humanos, es decir a una privatización de lo social.

Aunque ya se dijo es bueno repetirlo: esto no podría ocurrir sin la participación activa o tolerante de los Estados.

Este despojo forzado, expoliación, que estuvo en las raíces de la acumulación del capitalismo se repite en nuevas circunstancias históricas. Algunos teóricos han denominado acumulación por desposesión a esta nueva expansión de las fronteras del capital, que al concretarla sigue fiel a su pasado, arrasando con las modalidades de vida que no se adapten a sus nuevas necesidades y exigencias.

Los acuerdos regionales, que han registrado avances significativos, no se sostienen  solo por la proclamada vocación latinoamericanista de los gobiernos sino en sólidas razones e intereses compartidos, tales como la necesidad de agrupar fuerzas para poner distancia con la potencia yanqui, la coyuntura económica que obliga a un frente común para competir mundialmente y estimula el comercio intrasur.

Para los procesos de transformación social que están en curso en la región y para las fuerzas políticas de izquierda que los encabezan, afianzar estos procesos de integración es de importancia para concretar los objetivos económicos, pero es aún mayor su importancia política, porque representan un escudo protector contra la permanente ofensiva de Washington que deben enfrentar.

Desde el norte no disimulan la intención de aislar a la Revolución Bolivariana primero e inmediatamente a los otros países con gobiernos del mismo signo ideológico, como el paso previo a una intervención directa o indirecta, para acabar con la creciente influencia que sus posiciones antiimperialistas – y ahora socialistas – esparcen en los pueblos latinoamericanos y pasaron a constituirse en un obstáculo mayor para el control yanqui de la región.  

Sin embargo no puede desconocerse que estos vínculos asociativos son a la vez un canal de transferencia al interior de las filas revolucionarias de las concepciones reformistas, predominantes en varios gobiernos suramericanos, reforzando a las que inevitablemente surgen en todos los procesos de cambio, que se resisten a una ruptura definitiva con la vieja estructura social.

Es un riesgo que no puede eludirse con el aislacionismo nacional, ni protegerse del mismo mediante una invocación abstracta al ideario socialista, sea del siglo pasado o del presente.

Pero podrá enfrentarse con éxito en la medida que los gobiernos de izquierda y las fuerzas políticas que lo encabezan sean capaces, mediante sus definiciones políticas y sus programas de acción, de despejar la incógnita para acelerar el tránsito del Estado burgués en descomposición, que ahora administran y controlan a medias, a otro en el cual el Estado sea del pueblo, para lo cual se exige que el pueblo sea Estado, que es el programa socialista.  

Entre otros aspectos eso exige que la izquierda socialista latinoamericana, en toda su diversidad social e ideológica, debiera, debe obligadamente, deslindar su perspectiva de desarrollo de la que defienden e impulsan, aunque sin proclamarla y sin estridencias, sus socios reformistas de la región y los recién llegados de la derecha 

La precursora Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América, ALBA, apunta en esta dirección 

VII- Los pueblos buscan su alba 

El desarrollo de un país es ante todo una perspectiva social, es decir una resultante del interés de las clases sociales involucradas en esa empresa. Por eso aunque  mal se usa el término modelo, como referencia a la direccionalidad que adopta, no puede confundirse este hecho social con una opción de políticas decididas en forma antojadiza por un grupo de técnicos. En este terreno las voluntades humanas están acotadas y condicionadas por los intereses de clase en juego.  

Fueron precisamente los intereses de las burguesías latinoamericanas los que han frustrado durante el siglo pasado el desarrollo soberano de la región, al punto que sigue sin resolverse y sigue siendo centro de los debates actuales.

Sin embargo los gobiernos regionales, que no dejan de hablar del desarrollo ni de participar en esos debates, eluden cualquier intento de balance histórico sobre las causas de tal defección, porque desnudaría la impotencia histórica de una clase.

Los gobiernos de derecha no pueden embestir contra las limitaciones de las clases que ellos directamente representan; sería como condenarse a si mismos. Los de matriz reformista se abstienen de hacerlo por necesidad política. Mediante la estratagema de limitar las críticas a las políticas neoliberales de las décadas pasadas, a cuya cuenta cargan toda la deuda social que sigue pesando en nuestros países, ocultan por omisión el fracaso secular de la clase social que mantuvo el monopolio del poder, a través de distintas fracciones y con gobiernos de distintos signos ideológicos.

La razón política de este ocultamiento está a la vista: unos y otros piensan que esa misma burguesía deberá tener un protagonismo central para construir los nuevos caminos del desarrollo y afincan sus planes de negocios en tenerla como socio principal de los proyectos en los cuales afincan su futuro de éxito.  

Distinta es la expectativa de una parte significativa de los pueblos suramericanos, que comenzaron este siglo en rebelión contra los efectos de esas políticas neoliberales y buscando alternativas por fuera de los aparatos políticos tradicionales controlados por la burguesía.

De allí emergieron buena parte de las fuerzas políticas de izquierda que ahora gobiernan en Suramérica y están dando renovada vitalidad a la llama antiimperialista y de igualdad social que se encendió en los pueblos hace cincuenta años con la Revolución Cubana, que aunque menguada algunos años – entre otras causas por la brutal represión fascista – nunca pudo ser extinguida y ahora irradia con brillo potenciado, más allá del ámbito continental, lo cual concita ataques de gran parte de la derecha mundial.  

Como sucede en todo proceso de transición social, donde de antemano no están cristalizados ni los sectores dirigentes ni el carácter de clase de las fuerzas sociales que lo impulsan, el rumbo definitivo de estos procesos de transformación se está perfilando con el camino que se está recorriendo, más por lo que se hace que por lo que se enuncia.

A pesar que hechos y palabras no siempre marchan con armonía ni por el mismo carril, el socialismo en Latinoamérica dejó de ser bandera de vanguardias y reapareció como una posibilidad real, tangible, en el horizonte político de los pueblos de la región.

La extensión de la crisis capitalista facilita el debate de ideas para que sectores más amplios de la población comprendan su ineludible necesidad si quieren mantener las conquistas sociales del pasado, consolidar los avances de esta década y arremeter contra las carencias y la pobreza aún presentes.  

El espejo de la vieja Europa – donde los partidos de la burguesía están borrando derechos sociales que parecían inmovibles – debiera ser aleccionador para los sectores de nuestros pueblos que de diversas formas siguen prisioneros de las políticas del capital.

En primer lugar tendría que ser preocupación central para los trabajadores y asalariados, que forman parte de la cadena de explotación, que con la plusvalía que producen engordan el capital. También debiera estar en la mira de las poblaciones que están sintiendo los rigores de la acumulación capitalista por desposesión, para aquellos que sufren las formas de expoliación de un modo de desarrollo que favorece a buena parte de las burguesías nativas y los grandes capitales extranjeros asociados a ella, como ya se señaló.  

Como todo proceso revolucionario es resultado de los intereses de las clases que son perjudicadas por la antigua sociedad y que necesitan acabar con las viejas estructuras, para que las revoluciones ocurran es fundamental que esa alianza de clases se consolide en organización política y social, que permita la disputa por el poder.

En la actual coyuntura histórica es urgente que las fuerzas que en la región asumen el socialismo precisen el carácter de esa alianza, en base a nuestra realidad, escapando a cualquier tentación de imitación dogmática, pero también superando el pragmatismo, que con la crisis de las experiencias socialistas del siglo pasado se adueñó de buena parte del pensamiento revolucionario y se ha transformado en un obstáculo ideológico para reconstruir una perspectiva estratégica de las fuerzas revolucionarias.

El desarrollo del socialismo en nuestro continente es impensable si esa alianza no toma como eje directriz los perjudicados directos del capitalismo de nuestra época.

Unir a las masas explotadas con las masas expoliadas a través de programas concretos y políticas específicas es necesario y urgente. Parte inseparable de ese programa de unidad social y política contra el capitalismo deben ser medidas políticas para revertir el acelerado proceso de concentración capitalista de la tierra que se está produciendo en diversas regiones, que muchas veces se entrecruza con el lastre de las viejas estructuras latifundistas que perduran.  

Pero la posibilidad de fortalecer temporalmente un arco de alianzas anticapitalistas no se reduce a las fuerzas citadas, aunque esas sean las decisivas. Los tiempos de crisis también empujan a oponerse a las políticas de rapiña de la burguesía, agravadas en esta coyuntura, a grupos sociales que por su naturaleza de clase o por sus limitaciones ideológicas no tienen su perspectiva puesta en el socialismo, pero que viven la concreta amenaza de ser expropiados por las maniobras financieras o de mercado de los grandes grupos económicos.  

Contrariamente a los planteos reformistas, que son temerosos o directamente resistentes a plantear la necesidad del socialismo, alegando debilidad de fuerzas sociales o supuesto temor de las masas, la realidad latinoamericana demuestra lo contrario.

El supuesto miedo del pueblo al socialismo, en verdad refleja limitaciones ideológicas o de intereses de quienes lo esgrimen como argumento para justificar una estrategia política afincada en la coexistencia con el capital.

La magnitud de las fuerzas sociales para las cuales es de importancia vital asegurar la continuidad de las actuales transformaciones estructurales que golpean a los intereses de los sectores más fuertes del capital local, a sus socios imperialistas y a sus agentes publicitarios, demuestra que también hay una amplia base social, objetiva, para abrir nuevamente un cauce al socialismo.

Por eso no es imprevisible que la derecha, en sus variadas expresiones, apreste todo su arsenal – político, ideológico y militar – para hacer abortar esa perspectiva, que irrumpió con fuerza en el escenario regional y está haciendo sus primeras experiencias con posibilidad de futuro, aunque todavía no tenga un eje definido de clase y muestre serias debilidades. 

Nuevamente, como ocurrió en la ola revolucionaria que siguió a la Revolución Cubana, el socialismo latinoamericano reaparece sin cerrarse en la frontera venezolana que lo restituyó como protagonista político, sino que fluye buscando su territorio natural, que es todo el continente. Son por demás conocidas las razones históricas y sociales para que sea así, razones tan poderosas que pueden torcer el brazo a los esfuerzos divisionistas del imperialismo yanqui y las fuerzas reaccionarias.

El desarrollo del ALBA – nacida como un gesto político de audacia de dos direcciones revolucionarias, la de Fidel y Chávez – es la expresión actual e institucionalizada de esa tendencia histórica, que no está ni expresada ni fue absorbida por los acuerdos de  integración más amplios que surgieron posteriormente, UNASUR y CELAC.  

Por primera vez en la historia del continente se está dando pasos que no fueron posibles en aquella época de alzamientos revolucionarios. Se logró constituir una alianza entre gobiernos de izquierda, que busca ampliarse hacia los movimientos y organizaciones sociales y que tiene en su horizonte el socialismo, aunque por el momento esa visión se centralice en la mutua solidaridad entre países pobres, para contrarrestar las presiones que sobre sus economías ejerce el mercado capitalista.

En el marco del complejo panorama regional la ALBA tiene luces propias. Más por la precisa definición de su acción política, declaradamente antiimperialista y concretamente antiyanqui, que por su genérica adscripción socialista.

También porque abrió nuevos rumbos para las relaciones económicas entre los países miembros, que aunque son incipientes marcan una dirección no mercantilista, creando mecanismos novedosos para el comercio multilateral, como el SUCRE, que cuestiona la inevitable sujeción al dólar en ese terreno.

Con la extensión de los acuerdos solidarios de ALBA a otros campos que trascienden lo económico, como salud y educación, también se crean precedentes firmes para un debate de profundo contenido ideológico, sobre las posibilidades y formas de acuerdos cooperativos en la región, que además de examinar su efectividad práctica, siente las bases conceptuales para una unidad socialista de los pueblos, que ahora parece lejana. 

La Alianza es una herramienta que en lo inmediato puede contribuir a la estabilidad de sus gobiernos, que enfrentan la solución de serios desafíos sociales en el marco de la   crisis capitalista, que obviamente es una amenaza a sus economías.

Uno de los aspectos resaltantes de los recientes acuerdos de Caracas apuntan hacia ese fortalecimiento económico, poniendo en marcha planes productivos comunes, de rápida ejecución y que produzcan beneficios tangibles para sus pueblos.

El otro aspecto, no menos importante, son los contenidos políticos de esos mismos acuerdos de la Alianza Bolivariana de los Pueblos. Mediante sus resoluciones ratificó que es el único bloque regional con una posición antiimperialista definida, por lo tanto es el primero que está en la línea de fuego del imperialismo yanqui y sus socios regionales.

De allí que su futuro inmediato está condicionado a seguir ganando las batallas políticas que aseguren la continuidad de los gobiernos de izquierda que le dan sustento a esa orientación estratégica y a la profundización de los cambios sociales que se comprometieron a realizar.  

Para asegurar esos triunfos, que por un período histórico deberán disputarse en la arena electoral, donde el complejo entramado de la burguesía lleva ventaja desde el inicio, la izquierda que busca consolidar el socialismo, especialmente la que tiene la responsabilidad de gobierno, además de definir su programa consolidando una real alianza de clases anticapitalista, tendrá la responsabilidad de reimpulsar la ola de movilizaciones populares que hace pocos años le abrieron el espacio que hoy ocupan.

Si se logra afianzar esa perspectiva en la praxis de los militantes y de las organizaciones nacidas en este período habrá llegado el momento en el cual el ALBA se subsumirá en un alba mayor, el de los pueblos latinoamericanos revolucionados. 

VIII- La gran batalla 

La próxima gran batalla política es el 7 de octubre. Nacional por su forma: el comandante Chávez va por su tercer mandato presidencial y su enésima ratificación popular. Profundamente continental por su contenido político: aunque inimitable, la Revolución Bolivariana abrió el rumbo estratégico a los procesos de transformación social en Suramérica y sigue siendo su columna principal. Ese día el voto venezolano también decide si afianzará ese rumbo y sus ecos retumbarán en toda la geografía política de la región.

Dicho está: el imperialismo empezó hace tiempo a prepararse para esta batalla, desplegando a escala internacional toda su potencia para torcer el rumbo, a veces con sutileza, a veces con torpes embestidas. Los protagonistas locales de la derecha juegan dentro de esa estrategia imperial, por la condición burguesa de sus liderazgos, la de sus financistas y porque fuera de ella carecen de proyecto propio. Aunque ahora tratan de ocultarlo, mutando el lenguaje de la descalificación al pueblo que vota por Chávez a uno rebuscado y vacío, que busca un imposible encubrimiento de los intereses reales que se enfrentarán ese día.  

La contrarrevolución juega su carta al resentimiento de clase y a la confusión individual, descalificando el terreno conquistado estos años por el esfuerzo colectivo. La revolución apuesta la suya a los avances en la conciencia del pueblo organizado, que le permitirá discernir críticamente los logros fundamentales de las muchas falencias de la burocracia estatal.

La contrarrevolución  habla de construir un futuro nebuloso porque necesita olvidar el pasado lejano y sus derrotas cercanas; está obligada a enterrar la historia en la memoria popular o negársela a los más jóvenes, que son muchos y votan. La revolución necesita rescatarla, a través del largo camino de las luchas populares, de las rebeliones de antes de Chávez y la de abril de 2002, que lo restituyó; a recuperar su espíritu, ahora como defensa de la idea socialista, del programa concreto de gobierno, de la estrategia contra el capital y de la conducción política del Comandante.

La contrarrevolución seguirá diciendo que es mayoría, por necesidad electoral antes de octubre y para gritar que hubo fraude después. La revolución no puede perder tiempo en desdecirla, ni esfuerzo publicitario en demostrar lo contrario, ni limitarse a confiar en la rutina de campaña para ganar, que es posible – como muestran las encuestas y la aritmética electoral – pero riesgoso y sobre todo, políticamente insuficiente.

La revolución necesita primero romper la trampa que se prepara, con la contundencia inapelable del voto por el camino trazado del socialismo, para dar un salto cualitativo después.

No es fácil. Hay que combatir más las debilidades propias que prevenirse de las fortalezas enemigas. Pero las revoluciones existen mientras hagan posible lo imposible.  

Examinar y luchar contra esas debilidades es el mejor camino para tener en octubre el triunfo necesario y suficiente. Ocultarlas, con el pretexto de no dar argumentos al enemigo de clase, en realidad es una forma de alimentar su propaganda insidiosa para que sumen votos. Además es una tarea estéril, porque la derecha tiene desplegado – no de ahora – legiones de espías y escribas, escudriñando cualquier posible error del gobierno y cualquier flaqueza de sus seguidores.

El ocultamiento es una deformación que socava las revoluciones bajo cualquier circunstancia. No está en la conducta política que Chávez exige y en la que practica. Hay sobradas muestras públicas de sus autocríticas y de desnudar errores de su entorno cercano.  

Es la burguesía quien ha impuesto el ocultamiento en la cultura dominante y por esa vía se cuela en las filas de la Revolución. Esa clase lo utiliza en gran escala como parte de su rutina cotidiana, desde sus negocios privados hasta las políticas públicas que proponen y los partidos políticos que la expresan han hecho del ejercicio del doble discurso la forma más perversa de ocultar al pueblo lo que en verdad defienden. El doble discurso está en el centro de la campaña electoral que sus asesores diseñaron para el reciente candidato presidencial de la derecha venezolana.

Para cosechar los votos que lo impongan, necesita ocultar su programa real: vuelta al mercado no regulado del dinero y las mercancías, desmantelar el extenso sector estatal de la economía, ilegalizar las aún débiles estructuras del poder popular. Está obligado a disfrazar esa política neoliberal mediante promesas de mantener los logros sociales de estos años, porque los nuevos valores sembrados por la Revolución Bolivariana han penetrado en el pueblo y no serán erradicados con facilidad. 

Quien no oculta ni maquilla su propuesta y su programa es Chávez. Recientemente dijo en la ex Angostura que es radicalmente de izquierda, radicalmente revolucionario, radicalmente antiimperialista, radicalmente socialista.

Políticamente esta proclama puede interpretarse de modos diversos. Pero desde la ética revolucionaria no deja lugar para ninguna ambigüedad: del lado de la Revolución no hay lugar para emboscadas al pueblo mediante el doble discurso. Esto pone una distancia insalvable entre el candidato del capital y el que el pueblo en revolución consagró como su líder.

La distancia no es sólo entre personalidades, que en este caso es abismal. Es mayor aún entre el concepto de la política que cada uno levanta, la que existe entre política burguesa y política revolucionaria.  

Para la revolución objetivos y medios para lograrlos son inseparables. En este caso el socialismo en la economía no sólo es fin, sino también camino para asegurar la democracia en la política. Para consolidar una democracia sustantiva, no sólo aparente, que es el programa bolivariano asentado como texto constitucional. Simón Rodríguez ya había intuido esa relación, recurriendo al pensamiento social de su época, llamado utópico. Mucho después, Rosa Luxemburgo con su potente pensamiento marxista volvió a explicar la dialéctica que existe entre socialismo y democracia: el uno no existe sin el otro y a la inversa. El programa de la Revolución Bolivariana se propone hacer realidad esa perspectiva.

Por el contrario, el candidato de la derecha reduce su publicidad a un catálogo de ofertas. Deja en el limbo las vías que utilizará para conseguir los fines que propone a los electores porque no piensa cumplirlos, porque en verdad son otros, que la crisis capitalista y el desarrollo de la conciencia política del pueblo le impiden exponer sin arriesgarse a una catástrofe política. Por caso, el empleo de calidad y para la mayoría, que utiliza como un señuelo para atrapar el voto juvenil, se da de patadas con la defensa del libre mercado que defiende y unifica a todo el arco de la contrarrevolución.

El mismo ocultamiento asoma en las demás propuestas de la derecha y en el discurso que las acompaña. Transitan por idéntico andarivel de duplicidad e inconsistencia gelatinosa. Con su lenguaje llano el pueblo las denomina guabinosas.

Justamente algunos de los guabinosos que en el pasado acamparon del lado bolivariano, ahora son charlatanes de la derecha, temerosos de una revolución que avanzó más allá de lo que conviene a sus intereses particulares.

La coherencia y la consecuencia entre fines y medios están en la base ética que exigen los procesos revolucionarios y forma parte de su programa político. 

La radicalidad que proclamó Chávez no sólo es deslinde programático con la derecha, sino que también debe ser una guía de acción para afrontar las debilidades propias del campo revolucionario, que conspiran contra el triunfo electoral de octubre.

En primer lugar para recuperar rápidamente la capacidad de movilización popular. No es que haya desaparecido ni sirve como patrón de comparación que siga superando a la que demuestra la derecha, que por cierto no es demasiada.

Pero es insuficiente para garantizar que el triunfo de octubre tenga la magnitud que necesita la Revolución. La Revolución Bolivariana debe recuperar su propia historia, que está fresca, la de abril de 2002, la de 2004, cuando hubo que ratificar al Presidente y las bases populares se anticipaban a cualquier iniciativa del aparato organizativo, porque se sintieron amenazadas por la reacción. En síntesis, cuando una gran parte del pueblo se transformó en militante.

En esto no hay secretos ni recetas. Como ocurrió en aquellas circunstancias el paso previo e indispensable para retomar ese camino es la comprensión individual del sentido más profundo de lo que está en disputa. Por eso todas las fuerzas de la Revolución y cada uno de sus militantes sociales y políticos deben transformarse en promotores políticos de un amplio debate popular cuyo contenido debe ser el combate de octubre.

En el avance político que en los últimos años realizaron grandes sectores del pueblo está el acumulado que hace posible este objetivo.    

Pero no será  realizable si no se rectifican las causas más profundas que llevaron a esta situación de relativa desmovilización. Tampoco en esto hay secretos.

Con maliciosa intención la derecha trata de usarla llevando agua para su molino: difunde en la opinión pública que una parte del pueblo ya le dio la espalda a Chávez.  

La repolitización propuesta al PSUV por el  Comandante Chávez hace más de un año, tras el avance institucional de  la derecha en las elecciones a diputados de 2010, apuntaban a revertir esta situación porque es una grave contradicción, probablemente la más importante dentro de las filas de la Revolución. En el momento en el cual se intenta avanzar hacia el socialismo es imposible hacerlo sin la intervención activa y cotidiana del pueblo.

Aquella orientación de Chávez no se concretó, o al menos no con la profundidad requerida. Sigue pendiente por claras limitaciones políticas del PSUV, que buscó el camino a través de sucesivas reorganizaciones, antes que la del debate político interno, abriendo el espacio a la crítica, que está en la médula de toda revolución, si quiere consolidarse. 

Aunque el pueblo en todo este período participó políticamente en forma activa, no es quién genera y orienta la política. La misma surge principalmente desde las instancias del Estado y las instituciones, donde permanecen en gran medida atrincherados las concepciones y personajes más cercanos a las ideas de una vieja república burguesa  que de la participación directa y protagónica.

Esta forma de “institucionalizar” la política revolucionaria se transformó en un factor objetivo de desaliento y confusión, porque el pueblo espera respuestas de un Estado que no las da, o cuando llegan es mal y tarde, porque aún está lejos de ser el Estado revolucionario.

Pero como a la vez, es ese mismo Estado quien convoca a movilizarse tras los objetivos revolucionarios, se estable una confusión con el partido, con el resultado que darle la espalda a la movilización se ha transformado en una forma pasiva de protesta contra las ineficiencias del Estado y la prepotencia de muchos de sus funcionarios, incluso algunos que llegaron con el voto popular. 

En un proceso de masas como la Revolución Bolivariana todas las formas de organización son buenas, con la única condición que ayuden a canalizar las iniciativas populares espontáneas, las estimulen y no las sofoquen, con el pretexto de alinearlas atrás de cierto liderazgos, que pretenden capitalizar el esfuerzo colectivo para un posicionamiento político personal o de grupo, como vino ocurriendo en los últimos años.

En esta razón debe buscarse buena parte del retraimiento de sectores populares, que no abandonaron su adhesión a Chávez, pero ponen distancia con las estructuras estatales y políticas, que ni las consultan ni respetan su voluntad.

Ese retraimiento, transformado en abstencionismo electoral, como ocurrió en el último período es la carta más fuerte que tiene la derecha y es a la que apuesta.  

Como todo proceso revolucionario, que tiene ascensos y reflujos, también la Revolución Bolivariana siente los efectos de esas fluctuaciones. El afianzamiento y evidente mejora de la gestión del gobierno central de los últimos años, que la derecha está obligada a calumniar porque es su única carta, tuvo como contraparte el retroceso de la movilización de las bases populares por las razones señaladas.

Esto favoreció  el auge de tendencias más conservadoras dentro de las filas de la Revolución, muchas de las cuales confunden la necesidad de acumulación de fuerza social, de la consolidación de alianzas de las clases revolucionarias y la construcción de hegemonía, con un gradualismo exasperante, que se justifica con lenguaje y categorías gramscianas.

Pero esa actitud posterga peligrosamente los puntos de ruptura con el poder burgués, que todavía predomina en muchos niveles del Estado. Toda revolución verdadera exige esos saltos y su postergación, ignorando que las revoluciones tienen sus tiempos, desalienta al pueblo dándole más oportunidad a la contrarrevolución.

Pero también cabe responsabilidad a la militancia revolucionaria que se opone y critica esas tendencias inmovilistas, porque se ha demostrado incapaz o carente de audacia para centralizar sus posiciones en una corriente alternativa que fortalezca la Revolución y las posiciones de vanguardia de Chávez.    

Con estas fortalezas y estas debilidades se va a la batalla de octubre. Chávez le dio nombre histórico, Carabobo, porque histórica será la trascendencia de su resultado.

La iniciativa sigue en manos de la Revolución porque sólo en manos de su militancia está recuperar esa capacidad de movilización popular, retomando el debate político en el seno del pueblo, única forma posible para una acción consciente del mismo.

La iniciativa sigue en manos de la Revolución porque la derecha pretende utilizar el ardid de proclamarse distante de toda ideología y reduce la polémica electoral a un inventario del debe y el haber de la Revolución. En este terreno la década de Revolución lleva ventajas incomparables frente al medio siglo en el cual la burguesía  puntofijista, reciclada ahora como Mesa de Unidad Democrática, desparramó miseria a raudales en el pueblo venezolano.

La iniciativa sigue en manos de la Revolución porque el capitalismo que ellos pretenden ni siquiera pueden defenderlo abiertamente, necesitan enmascararlo.

La iniciativa sigue en manos de la Revolución porque hay miles de cuadros que no ocupan ni posiciones de gobierno ni tienen privilegios, pero si una historia de lucha de antes de la Revolución Bolivariana y de después de ella, dispuestos a defenderla, a través de la batalla de octubre y en otro terreno si la derecha volviese a desconocer la voluntad popular.            

Dos programas políticos se enfrentan. Confrontan dos visiones del mundo, dos perspectivas para Venezuela y para la región. La Revolución Bolivariana tiene la oportunidad de seguir marcando el rumbo para avanzar hacia el socialismo.  
 

Enviado a través de Gaspar Camacho gascama@gmail.com

Resumen de exposición del 12/11/11 a grupos del Polo Patriótico

Corregido y actualizado Febrero 20 de 2012



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