De aquella visita a Venezuela de Camilo José Cela

         El día estaba un poco nublado. Abrí las ventanas y vi hacia los lados de La Hechicera, donde los dioses bizcos de la mañana cumplían sus ritos milenarios. Había pasado la noche en vela y matando el tiempo en preparar clases. Sin embargo, no me sentía tan jodido como otras veces.

A las 7 intenté dormir un rato, con la modorra del trasnocho encima; no hacía sino pensar en mi hermano Argenis. "Mejor me baño y salgo"; era muy temprano todavía pues el acto comenzaría a las 10:00. "No importa, daré unas vueltas por el Centro". Y salí. Al pasar por la Casa de los Gobernadores observé guardias en traje de gala, en la entrada; por fortuna vi a mi Alirio Pérez Lopresti, excelente prospecto de médico con quien siempre hablábamos de literatura. Entramos al lugar de las ceremonias; allí estaba otro amigo: el exquisito novelista Amable Fernández. La sala estaba casi vacía y decidimos escoger un lugar estratégico: desde donde pudiéramos apreciar con claridad a uno de los mayores mastodontes de las letras hispanas. El punto clave estaba detrás del segundo pilar a la derecha, entre unos armarios del que colgaban las banderas. Pronto nos enteramos que el gobernador copeyano Jesús Rondón Nucete estaba buscando su espacio. Amable Fernández me dijo que quería retirarse, que la presencia del gobernador le incomodaba. Me pareció una pendejada. En efecto, el señor Rondón Nucete cruzó el patio y fue hasta el corredor principal donde saludó efusivamente al notable escritor J. M. Briceño Guerrero, quien daría las palabras de bienvenida a Cela. Fue un abrazo muy amistoso y nada formal.

         El sitio principal, desde donde hablarían las eminencias, lo ocupaban unas sillas de plástico cubiertas por sábanas blancas, las cuales semejaban burriquitas mal trajeadas. Pensé en la novela LA CATIRA. Había una mesa marrón, sin flores todavía, sin ningún motivo agradable; micrófonos y luces...

         Damas muy bien trajeadas, hediondas a perfume a caro impregnaban la sala, y pasaron a ocupar las primeras filas. Ninguna de esas damas jamás se habían leído un libro ni falta que les hacía. Los mozos de ceremonia eran los tarifados intelectuales de la gobernación, todos dependientes de las ejecutorias de Manuel De La Fuente. Amable Fernández me susurraba por la espalda que debí haber llevado el libro MALDITO DESCUBRIMIENTO para obsequiárselo a Cela. Yo no tenía fuerzas para responder. El sol era intenso y el brillo de las joyas finas de las damas de alcurnia de vez en cuando provocaban reflejos tornasolados en la sala. Veía ir y venir, con ansiedad artificial, al escultor Manuel De La Fuente. De re repente me encuentro cara a cara con el gobernador Rondón Nucete, me atravieso y le cierro el paso; se encuentran a mi lado Alirio Pérez Lopresti, Daniel Márquez, Roger y Amable, y le digo al mandatario copeyano: "-¡Oiga, mire, ¿cuándo vas a pagar tus crímenes cometidos en El Arenal? Piensas salirte con las tuyas"; el hombre abre los ojos desmesuradamente, mira alrededor, busca ayuda o apoyo, pero como un lince puede escabullirse por entre un lío de faldas y le grito: "¡vagabundo!". Lo veo salir a toda prisa por entre las sillas, el rostro esmorecido por el pánico. No volvió a aparecer por donde yo me encontraba con mis amigos.

¿Genio  o  charlatan?

         El patio se iba llenando de académicos de la Universidad de Los Andes; vi  a lo lejos a los profesores Oli Grisolía y a Edgar Alfonzo. Ya no había sillas suficientes. Se incorpran Alicia Jaten y Roger Vilaín, amigos del Taller de Literatura que coordino en la Facultad de Ciencias de la ULA .

Finalmente llega la comitiva que rodeaba a don Camilo José Cela, entre quienes están el gobernador, el obispo Baltazar Porras, el Alcalde, el presidente de la Asamblea Legislativa, el Secretario de la ULA, el Vicerrector académico Leonel Vivas, después el farsante Guillermo Morón y el más brillante escritor de los Andes, J. M. Briceño Guerrero.

Inició el acto un joven semicalvo, director de ceremonia de la ULA, con la insipidez propia de su especie, quien le dio paso a Leonel Vivas, el vicerrector académico. Las palabras de Leonel fueron más que todo informativas, y escabulló el bulto de ponerse a hablar de lo que no sabe. Inmediatamente le correspondió el turno a J. M. Briceño Guerrero, quien desde su asiento, extrajo un manojito de papeles, escritos a mano. Inició la lectura de su discurso, pues era el presentador oficial del insigne don Camilo José. De cuanto dijo Briceño Guerrero no entendí nada, por la gran ignorancia que tengo sobre lenguas muertas. Fue un discurso plagado de latinajos y frases en griego: versos de Ovidio y Horacio, retazos de la Ilíada o de la Odisea. Algunas veces traducía sus citas, otras veces, consideraba un sacrilegio hacerlo.

A mi lado alguien me decía al oído: "Te apuesto ciento ochenta bolos a que concluye con citas en sánscrito". Afortunadamente no fue así; finalizó diciendo que recibíamos a Cela con rencor, con envidia, con respeto, con admiración, pero de ninguna manera con indiferencia. De allí no se movió, Briceño Guerrero. Quedé estupefacto, con el vaivén de sus pequeños ojos.

Guillermo Morón de vez en cuando alzaba la manos al cielo para decir cuán extraordinarias habían sido esas palabras benditas, tan magistralmente elaboradas.

Cuando hubo terminado el presentador oficial, a los asistentes les quedó la sensación de que los únicos que habían entendido al notable escritor Briceño Guerrero había sido Guillermo Morón y el propio Cela.

Yo pensé en Teresa de la Parra, quien dijo que nunca se hubiera podido entender con Lisandro Alvarado, porque hablaba demasiadas lenguas muertas y ella, prefería "su pobre lengua viva" con la que pedía y comía el pan nuestro de cada día.

Mirando el porte victorioso del maestro-orador, pensé: "Si el interés de este señor era el que sólo Cela y Morón le entendieran ¿por qué no lo envió su tratado por Correo, certificado y con sello de urgencia? ¿Era imperioso que todos calibraran sus excepcionales dotes para las difuntas lenguas?

Morón le decía: "-Dáme una copia; quiero una copia. No te olvides de darme una copia... Una copia por favor".

Creo que Cela, empujado por el fervor incontenible de Morón, también pidió una copia. Yo que estaba cerca, creo haber escuchado que Briceño Guerrero le dijo que estaba escrito a mano, no definitivo; pero Cela le respondió: "mejor así".

No vi en aquel momento si Briceño Guerrero extrajo de su negra chaqueta sus papeles y lo entregó a Cela.

Lo  que  dijo  Cela

Le tocó el turno a don Camilo José. El ceremonioso hombre de los actos de la ULA, quiso decirle al Premio Nobel que hablara desde su asiento, pero Cela le contestó que iba a hablar de pie. Su voz fuerte, neta y clara, lleno el sacrosanto ambiente. Había un contenido deseo de reír ante cualquier frase "sobreentendidamente ingeniosa"; esto es típico de la intelectualidad mundial. "Debería huir - comenzó diciendo Cela - con el rabo entre las piernas - Risas -; debería también retirarme de este oficio que tiene su servidumbre, pero también sus infinitas satisfacciones. Al estar hoy ante ustedes y haber escuchado las injustas, pero agradecidísimas apreciaciones que de mi obra y de mi persona ha hecho el profesor Briceño Guerrero, digo que exagera a todas luces en cuanto dice y más aún en sus comparaciones, por lo cual y partiendo del supuesto de que todo cuanto dijo es mentira, mi gratitud es aún mayor".

Añadió que en sus 38 años escribiendo, en aquel momento deseaba decir algo distinto de cuanto había dicho hasta entonces; que en ello venía pensando desde que aterrizó el avión en el aeropuerto de Mérida. Pero que le sería imposible expresar su gratitud, "y decirles cuán verdad es esto que les estoy diciendo y sin embargo el mundo da muchas vueltas y al cabo de tantas y tantas vueltas, los que somos nos encontramos siempre y los que no son no existen, quisiera decir solemnemente en la remota Mérida que mi cariño hacia la literatura, hacia la cultura, hacia el sentir venezolano no conoce límites. No estoy haciendo gratuita apología sino que estoy diciendo antes ustedes una verdad que me sale de lo más profundo de mi corazón. He querido hablarles a ustedes de pie, para hacer la prueba de si podría estar de pie o me caería al suelo - hubo un intento de risas que el escritor paró en seco, diciendo que no era cosa para reírse lo que estaba diciendo-, antes cuando estaba subiendo las escaleras, creía que me iba a caer al suelo, por la emoción, por gratitud o lo que fuere... qué más da si era verdad".

Debo confesar que sus palabras me estremecieron, no sé por qué. Cuando Cela se dirigió a su asiento, Briceño Guerrero estaba todavía sentado y permaneció así el resto del acto; apenas alzó la mano para corresponder a Cela quien posó la suya en su hombro. Briceño Guerrero sonreía pensativo, porque podría decirse que en aquel instante era él y no Cela el homenajeado.

La rebatiña

Terminado el acto, Cela fue rodeado por la comitiva oficial. Algunos corrieron a dar su mano. El tumulto era grande. Sobre todo de mujeres y de periodistas y "camaramen". Vi a lo lejos a un señor llamado Napoleón De Armas, dar tumbos, medio amanecido. El gobernador en ese momento fungía de presentador oficial. Alguien se acercó y me recordó al poeta Luis Cernuda. Siendo niño, Cernuda fue llevado a una piñata; al invitarlo su madre a participar de la rebatiña, el pequeño le contestó: "Que cojan ellos, madre".

Luego la masa se fue dispersando.

El gobernador dirigía a la excelsa comitiva por unos pasillos interiores de la Casa para después aparecer por una puerta que daba a la salida. Y desaparecieron. Alirio me aconseja: "Profesor no creo que valga la pena asistir al acto de esta noche. Será más prosaico que el de hoy". Yo asentí con la cabeza, cansado.

Llegó el Secretario de la ULA, Henrique Corao y me saludó en el momento en que llegaba el doctor Chuecos. Corao me extendió su mano. Lo saludé; pero Alirio impertérrito parecía no conocerlo. Corao quien respondía a una pregunta del doctor Chuecos, dijo algo, sonriendo y sugiriendo que yo era el Hombre de la Etiqueta. Permanecí fijo en el puesto que ocupé desde que llegué; mirando el torbellino dispersarse para poder salir.

Y llegó el momento de la despedida. De allí Alirio salió para el hospital de El Vigia donde trabaja como médico. Avanzamos por entre los desperdicios de invitaciones echadas en el piso. Cela se había esfumado y tal vez nunca más lo volvería a ver. Lástima que lo hubiera conocido en una Casa de gobernadores, en vez de encontrarlo en algún bar, de coincidir con él en un lugar más apropiado para hablar y pensar. Iba a mi lado Roger Vilaín- joven escritor nacido en Upata- diciendo que tampoco asistiría al acto de la noche en el Aula Magna; que no entendía para qué traían a un hombre tan importante para que sólo lo acapararan los viejos y los académicos, gente incapacitada para aprender nada nuevo; "Morón no es escritor - me decía-; un escritor es otra cosa..." Los dos seguimos en silencio, quizás pensando en lo mismo. Quedé solo. Alcé la mirada, y recobré el brillo perdido del sol...  Eran casi las doce del mediodía. No sé por qué me sentí sereno y confiado. No me planteaba si ir o no al acto de la noche donde se le conferiría la más alta distinción de la ULA  a Cela. Por la noche me quedé en casa. Casi no recordaba a Cela, ni el barullo del acto de la mañana...

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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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