Una oración por el planeta

El año nuevo comenzó con tristeza. La Tierra se estremeció en Asia y arrasó con furia toda forma de vida que habitaba en esas costas.

Esta fue otra Navidad más, conmovida por el dolor de la tragedia. Pareciera que la naturaleza se expresa con más violencia cuando los hombres están alegres. ¿Qué será lo que quiere decirnos?
El Polo Norte se está derritiendo.

La temperatura global se ha elevado unos cuantos grados en pocas décadas. Los huracanes y tifones adquieren en cada temporada mayor fuerza y ya son frecuentes fenómenos antes poco vistos, como el terrible deslave de Vargas o el espantoso maremoto asiático. Ya la lluvia y la sequía no son estacionales.

Se hacen permanentes en algunas circunstancias, más allá de lo meteorológicamente previsible.

Nuestro medio ambiente se está volviendo aceleradamente agresivo. Y nosotros tenemos la culpa. La indolencia de la gente es la responsable. Pero más culpables aún son todos aquellos gobiernos que privilegian el comercio y la ganancia, que favorecen el destructor desarrollo industrial, sin tomar en cuenta el daño que le causamos a la naturaleza. La nación más industrializada del mundo, donde tienen su asiento las más grandes depredadoras de nuestro hábitat, se negó a firmar el Protocolo de Kyoto, que buscaba tomar medidas para proteger el ambiente, porque ello significaba reglamentar la actividad de sus grandes corporaciones.

Por supuesto, semejante tesis redundaría en menores ganancias. La vida perdió otra batalla más contra el mercado.

Un análisis ligero de lo acontecido en Asia podría concluir preguntando qué tiene que ver un maremoto con los gases que se emiten hacia la atmósfera.

Tampoco nosotros tenemos la respuesta, pero de lo que sí estamos seguros es de que la Tierra nos está pasando una factura muy alta por el daño que le hemos ocasionado.

No pequemos de incautos pensando que porque Asia queda al otro lado del mundo estamos a salvo. Démosle un vistazo a los escapes de muchos de nuestros automóviles y veamos qué es lo que están soltando al aire. Miremos las vergonzosas escenas de la basura acumulada en las calles y no pensemos que el problema es tan sólo de ineficiencia en la prestación del servicio de recolección.

Intentemos ir un poco más allá y midamos las consecuencias de ese caos sanitario.

Volteemos hacia las montañas y cerros venezolanos y preguntemos dónde están las políticas de reforestación que permitan devolverles la vegetación que impida su erosión. Veamos nuestros ríos y quebradas y midamos la distancia que hay entre su lecho y la vivienda más próxima. Retrocedamos el tiempo tan sólo cinco años y meditemos sobre qué hemos aprendido de la tragedia de Vargas y qué previsiones estamos tomando, gobierno y comunidad, para que ese evento no se repita ni allí ni en ningún otra zona del país.

Estamos asistiendo impávidos a la destrucción del medio que nos da la vida. Y somos cómplices de ese crimen ecológico, por acción o por omisión.

Desde la nación depredadora que privilegia la ganancia por sobre la preservación del ambiente, hasta el ciudadano inconsciente que tira una lata a la calle. Todos somos culpables.

Y todos lo pagaremos.

Periodista



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Mariadela Linares*


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