Toda la vida creí que allí no se encontraban los restos del Libertador

(ENSARTAOS.COM.VE) Llevo unos cuarenta años leyendo e investigando sobre la vida del Libertador, con fervor y con pasión patria. Y le he dedicado a la muerte del más Grande Hombre de la tierra, lo más vital de mis estudios.

Me metí en sus huesos ateridos de tristeza infinita cuando él vio que su sueño supremo, que era la creación de Colombia, no se había correspondido con su grandeza.

Uno estaba en su ataúd, donde éste se encontrara.

La luminosa fuerza de su genio había sacado del barro a sus hombres, y una vez levantados, sacudidos, cuando trataron de andar no pudieron hacerlo por sí mismos.

Estas mutilados y ciegos.

En esa fantasía tuvo sus mayores delirios, lo supremo de su gloria, y también los peores dolores, la más triste y desoladora decepción.

Colombia fue una estrella cuyo brillo se alzaba más allá del Atlántico, más allá del Pacífico; pero fue un brillo pasajero, que encandiló su mente y lo dejó vagando ciego entre monumentos caídos, deshechos.

Cansado e impotente para restaurar tanta perdición, Bolívar ya no quería huir de Colombia sino de sí mismo.

Si Colombia no estaba a la altura del reformador, no podía haber entonces ni mando ni identidad de almas; era vano hablar, pretender enseñar y gobernar.

Colombia merecía un criminal como José María Obando y José Hilario López (ambos asesinos de Sucre que llegaron a ser presidentes de la República) o un ambiguo como Santander; pero jamás a Bolívar.

Y Sucre se lo había dicho: “La muerte es un dulce término si Colombia es desgraciada”.

El Bergantín Manuel, que traía al Libertador de Sabanilla, ha llegado a Santa Marta en la noche del miércoles l° de diciembre de l830.

Está muy mal Bolívar, los amigos que le rodean descubren en sí mismos cierta vergüenza, un ahogo lacerante, un silencio sobrenatural.

Bolívar está hecho un cadáver, lívido, descarnado. 

En el horizonte no hay más que la muerte, y las miradas están empapadas de muerte. No hay por lo tanto aproximación vital entre él y las sombras frágiles de sonrisas vagas, que le saludan.

Había dicho Bolívar en su testamento que dejaba a disposición de las albaceas mi funeral y entierro y el pago de las mandas que sean necesarias para obras pías, y estén prevenidas por el gobierno.

Pero cuando se dirigen al gobierno para conseguir las tablas y los clavos para la urna, las autoridades se niegan a darlos; según ellos eran órdenes superiores. Perplejos preguntan los amigos del Libertador: ¿Y hasta cuándo son esas órdenes, señor? Se encogían de hombros, eran sólo subalternos.

Entre aquella comitiva que recolectaba para la urna se encontraban también los señores José Manuel Valdés, José Jimeno y José Carreño. Se preguntaban estos generosos señores ¿Qué hacer? Pedir ayuda a Venezuela no podían, porque Páez había proscrito al Libertador, y además, a aquellas alturas de un mal tan avanzado no había esperanza alguna de que nada llegara a tiempo.

Iban por las calles nuestros amigos, acosados de un raro malestar y de una fatiga preocupante. A pocas cuadras se toparon con el coronel Joaquín Mier, quien se les apareció como un milagro. Al contarle lo infructuoso de las gestiones Mier aconsejó visitaran la cárcel de Santa Marta. Allí podían encontrar ayuda.

- ¿La cárcel? -preguntó don José Carreño-.

-El alguacil allí -recordó Jimeno- es un gran admirador de Bolívar.

Bromas horrendas tiene a veces la fatalidad. Un muerto es siempre respetable, porque al menos ha entrado en el misterio que todos afrontamos, contra el que luchamos desde nuestro nacimiento; estado absolutamente irracional que llama a la meditación, a la piedad, al amor. Y por respeto a ese misterio infinito iban aquellos patriotas camino a la cárcel. El hecho material de poder conseguir unas diez tablas, tachuelas negras o doradas, era en sí una necesidad, un deber legítimo del hombre, un instante de sagrada comunión con el silencio, la oscuridad absoluta.

Por otro lado Bolívar había pedido en su testamento que sus restos fueran llevados a Caracas, su ciudad natal. Aquello era mucho más difícil. Los amigos de Bolívar pensaban que con la muerte se podía conseguir alguna forma de conciliación con Páez; tal vez se apiadara un poco del cuerpo ya inerme del infatigable luchador y permitiría que se cumplieran los deseos de aquel testamento.

Ilusión vana, como veremos más tarde. Páez no quería a aquel muerto ni en broma, ni siquiera en pintura.

Iba aquel grupo de amigos silenciosos, pensando tal vez en todo menos en ellos mismos. Unidos por un hombre que habían conocido, admirado y cuyas glorias tenían un peso y una proyección simultánea y permanente en todos los colombianos.

Sí, las tablas y los clavos dorados y las cabuyas eran necesarios para cerrar con una costumbre de siglos la simple trayectoria de un hombre. Aquellos amigos iban dominados por esa realidad sobrenatural, que al igual que la belleza, la verdad o el amor está más allá de toda razón posible.

Inverosímiles y grotescos eran los movimientos que hacían nuestros amigos para organizar los funerales de Bolívar; pero así es la vida. Tal vez la prolongación de la vida de algún preso moribundo facilitaría el cajón. El alguacil, generoso, ofreció toda su ayuda; pero no era suficiente para cubrir ni siquiera la tercera parte de los gastos. Eran nobles de corazón aquellos hombres, y aunque no querían acto pomposo alguno, al menos sí una ceremonia sencilla y decente.

Como último medio para asegurarse de que no faltara la urna, se hizo una colecta. Se conoce una lista fechada el l2 de diciembre que puede verse en el libro de Gabriel Pineda “Bolívar frente a la muerte, que nos habla de pequeñas contribuciones, hechas en pesos sencillos que se componía de ocho reales.

Una tal María Telésfora Romero, vendió al señor Diego Sojo media docena de tablas por siete pesos y que se utilizarían para el ataúd. El mismo Sojo compró a Narciso Góngora 525 clavos por 2,05 pesos, 600 tachuelas por l,04 pesos, 50 de las doradas por l,02, hilo de carreto, hilo negro, 4 cabuyas, etc.

Ya para el l4 de diciembre la urna estaba casi lista; restaba saber dónde se enterraría. Aquí se inicia otra serie de consultas, hasta que finalmente los Díaz Granados -que también habían contribuido para hacer la urna- ofrecen un sepulcro, propiedad de la familia, ubicado al pie del altar de San José, en la catedral de Santa Marta.

Finalmente, el l7 de diciembre, a la una de la tarde, muere el Libertador.

El reducido grupo de amigos de Bolívar consiguió entre los vecinos una camisa limpia para sepultarlo decentemente.

Aquella muerte, al mismo tiempo, iba a traer muchas alegrías secretas, algunas miserables, que no pudiendo contenerse iban a estallar en las grotescas revelaciones de un tipo de americano pérfido, infernal, común denominador de los grupos partidistas.

El 2l de enero de 1831 llega a Maracaibo la noticia, y el gobernador Gómez, no pudiendo contener su contento, corre a dar la buena nueva a su gobierno: Todos los informes y todas las noticias están acordes; me apresuro a participar al gobierno la nueva de este gran acontecimiento, que seguro ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y felicidad del país: Bolívar , el genio del mal, la torcida de la discordia o, por mejor decir, el opresor de su patria, ha dejado de existir y de promover males, que sin cesar llovían sobre sus compatriotas... Su muerte que en otras circunstancias, hubiera sido un día de duelo para los colombianos y les hubiera impresionado dolorosamente, hoy es motivo poderoso de regocijo, porque viene a constituir la paz y la tranquilidad de todos... Me congratulo con Usía por tan plausible noticia. . .

En el sepulcro, propiedad de Díaz Granado, fue enterrado el Libertador, el día lunes 20 de diciembre. No se puso ninguna lápida en la tumba sino meses más tarde. Después el capitán Joaquín Anastasio Márquez donó una lápida que hizo tallar e inscribir en los Estados Unidos; pero para entonces, ¿se encontraban los restos en la bóveda de los Díaz Granado?

¿Quién ordenó el traslado de sus restos poco después?

Se dice que Manuel Bizais, aunque en esto hay también dudas. Pero la naturaleza, que nunca se equivoca, se adelanta a las hipocresías, y en l834 un terremoto sacude a Santa Marta y destruye parte de la nave de la catedral. Al parecer se hacen nuevos cambios de cadáveres y sigue una serie de insólitas confusiones y trastornos con los allí enterrados.

Años más tarde (1842), el mismo Páez ordenó el traslado de los restos del Libertador a Caracas, y según todos creen ahora, se encuentran en el Panteón Nacional, de esta ciudad. ¿Qué realmente se trajo de Colombia? Bien vale la pena la tarea que ha emprendido el comandante Presidente Chávez

Por mucho tiempo sostuve que la naturaleza, alerta, había hecho su trabajo: que no había permitido que aquellos venezolanos, aduladores de Morillo, infames soldados de Boves -más tarde soldados de Páez-, esclavos de Morales y Calzada, serviles alcahuetes de Mariño, Santander, Obando y demás "liberales", fueran a su tumba hipócritamente a hacer honores decorativos en presencia de sus restos.

Por más de cien años pensé, que en el Panteón no estaban los restos del más grande hombre de la tierra, y que seguramente todos los que allí iban hasta 1999, lo estaban haciendo sobre el polvo de algún mandria colombiano o realista, muy propio y adecuado para intrigantes partidistas.

Ironías y bromas del destino.

En fin, hay una burla, que en el fondo había un adulterio moral, una desgraciada confusión, una historia culpable y vergonzosa.

Todo ese misterio está ahora por desvelarse. Que así sea.

jsantroz@gmail.com




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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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