Cuando no creía en milagros, y se nos aparece Gregorio de Rivera…roz

  1. No me considero ateo ni agnóstico, como tampoco todo lo contrario. Con los años he aprendido a respetar los designios del cosmos y a entender que nada es dejado al azar, que todo tiene un orden sagrado y perfecto en este maravilloso universo. Tengo multitud de pruebas de ello. Debo decir que los ateos son seres equivocados. Tuve un amigo, bastante culto, quien me metió sin mi consentimiento en un grupo de radicales incrédulos que enviaban cientos y cientos de escritos y mensajes tratando de demostrar que Dios no existe. Ellos, terminan siendo otro tipo de creyentes: beatos del No-Dios. La gente más humilde y sencilla (los niños, sobre todo), es la que verdaderamente se conecta y sabe de la existencia de Dios, no los curas, no los cultos o los intelectuales ni mucho menos los obispos o el propio Papa. Mi esposa (María Eugenia), es respetuosa de la religión católica, sin embargo, es a la Divina Familia (Jesús, José y María), a quien encomienda sus seres queridos, pidiendo protección y orando por ellos a su manera. Es decir, la existencia o no existencia de Dios es cuestión de fe (y hasta personal). Si usted cree que Dios existe, Él existirá, y si no cree, Él no existirá, para usted, sencillamente.

  2. Cuando salgo a la calle tomo serias precauciones con los objetos que llevo porque soy distraído. He perdido docenas de gorras y sombreros, palos que me acompañan al caminar, libros, manojos de llaves y hasta chaquetas, dejándolos en buses, negocios, plazas o parques. El domingo 5 de mayo, por la tarde, sintiéndome aburrido en el apartamento, decidí dar un paseo al centro. Ahora estoy seguro, que de haber echado las monedas para ver qué me decía el I Ching, me habría advertido que me quedara quietico en casa. A eso de las cinco de la tarde tomé una buseta del Sector F, la cual iba casi vacía. Parecía aquella nave estropeada que la hubiesen convertido a machaca martillo en autobús, bastante ruidosa y tembleca, sin puerta para apearse por la parte trasera. En medio del traqueteo yo iba alelado, quizás feliz, entretenido mirando el paisaje en medio de la calma chicha que envolvía a la melancólica ciudad, con poco movimiento, algo desoladas sus avenidas y descansando en una densa paz mesiánica. Era el día o el momento menos indicado para que a uno pudiera pasarle nada malo. La buseta cogió por la avenida Los Próceres, luego giró a la altura de Materiales Mérida para después enfilar hacia Los Bomberos. De allí en adelante vino una cuesta en la que terminó marchando morrocoyonamente. Ya estábamos en la Avenida Las Américas. Yo iba instalado en la "cocina", con un puesto enteramente para mí solo, explayado como un pachá, abriendo las ventanas, y dejando mis cosas por allí a la deriva. La buseta tenía a todo volumen música de vallenatos, y me entretenía escuchando sus compungidas letras, al tiempo que estallaban gritos de los pasajeros cada vez que solicitaban una parada. Yo allí, tranquilazo, digo, embebido en la nada, sin saber si me llegaba o no hasta la Plaza Bolívar o frente al Mercado Principal. En eso estaba, cuando repentinamente, al llegar al Centro Comercial El Rodeo, como si alguien me pellizcara, vuelvo a la realidad y decido bajarme. Doy un salto en medio de mi embobamiento, de modo que en cuestión de segundos me encuentro en la calle, libre, como un perro realengo. Lo que suelo hacer en estos casos, es regresar a pie hasta mi casa, mirando a la gente y el paisaje. Me sentía en plenitud de mis condiciones físicas y espirituales, ligero, fresco y juvenil, saludando a los pocos peatones que me iba encontrando, mirando grandes terrenos baldíos, por ejemplo, frente al Seguro Social, convertidos en muladares, y preguntándome quienes serán sus dueños. Qué tiempos aquellos, de unos quince años atrás, en los que en la ciudad predominaban los furores del ladrillo, y se levantaban en lo que espabilaba un loro loco una urbanización con cinco o siete torres. Luego me imaginaba que me encontraba conmigo mismo pero con treinta años menos, y que aquel joven tan novato en todo me decía: "-No puedo creer que tú, que aspirabas tanto en la vida, que tuviste tanto, hayas realmente encontrado la felicidad que buscabas… ¿Sabías tú entonces en qué consiste la felicidad realmente?... ¿Sabías entonces en que la mayor felicidad consiste en la sencillez y en no aspirar sino a encontrarse con uno mismo? No lo sabías…". Iba así, pues, imaginando además que me encontraba, treinta años atrás, con mi actual esposa y que entonces ella con sólo verme me reconocía, sin jamás haberme visto ni saber nada de mí. Porque también existen memorias y experiencias acumuladas del futuro. Por cuanto que todo viene dictaminado por leyes del cosmos, y que nada es casual.

  3. En ese plan iba, y habría recorrido unos dos kilómetros, cuando me siento extraño, que algo me falta. Me toco las espaldas y descubro que he dejado el bendito morral en la buseta. Un morral rojo y negro que recientemente había comprado por dos dólares en Traki. Qué vaina tan seria, en ese morral tenía tres manojos de llaves de dos casas que he estado atendiendo en mis ratos libres (que en realidad es todo el tiempo). El ramalazo de aquella pérdida me hace detener. También estaban en él mi cartera con varios documentos, tres tarjetas de débito y unos 45 dólares que venía ahorrando. También, un porte de arma vencido del año 2000. Una navaja con montura de cacho de venado, en su estuche negro, muy versátil y amolada la navajita. De la fulana y terrible pérdida lo que más me preocupaba eran los manojos de llaves, realmente irremplazables, a menos que se cambiasen cilindros y cerraduras, y pagar un dineral a cerrajeros. Cuando descubro este desastre, me planto en la avenida Los Próceres a esperar una buseta del mismo Sector F que venga en sentido opuesto, es decir que vaya hacia Los Curos, para ver si logro que su chofer se comunique con los otros conductores. El barullo de mis pensamientos me hace ir de un lado a otro, no sé si seguir bajando o coger más bien hacia el centro. ¡Pero un domingo! Día por demás tan desolado. Y ahora sin medio en el bolsillo. En eso, veo a lo lejos venir una unidad que se dirige a Los Curos, trae el distintivo de su cartel amarillo en el parabrisas, indicando los puntos de su recorrido. La detengo. Abordo y me instalo al lado del conductor y comienzo a relatarle lo de la pérdida. El tipo va escuchando, no sé si al principio le interesaría, o si tenía algún sentido incluso planteárselo. Pero no me importó y hablé sin parar. El chófer va escuchando y haciendo su trabajo: recoge y deja pasajeros al tiempo que sigo sin parar dándole detalles del tipo de buseta en la que iba. El chofer, de lo más amable y servicial, de nombre Abel, sopesa mis explicaciones, hasta que extiende su mano y de una guantera extrae un celular. Inicia un rastreo de las otras unidades en servicio. Consigue comunicarse con el chofer de la especie de cava reconstruida, sin la referida puerta trasera que llevaba clarita en mi memoria. Al tiempo que conduce voy de pie agarrado a un tubo, escuchando lo que dice y por sus gestos tratando de adivinar qué le dicen. El hombre deja de hablar, guarda su celular y dice que en la fulana cava no se ha encontrado "objeto que a alguien se le haya quedado. Y si tenía algo de valor…, amigo,… la gente suele botar lo que no le interesa"…

  4. Bueno, no queda más remedio que regresar a casa con la sorpresa encaletada que tendré que darle a mi esposa. No sé cómo decírselo, "-y que en medio de esta pelazón nos pase esto". Va cayendo la noche, la densa desolación se acrecienta, y cuando entró al conjunto residencial, el vigilante se extraña de que no tenga con qué abrir la reja. Me mira: "-¿Todo bien?". Le sonrío y sigo avanzando hasta plantarme en la Torre C a gritarle a mi esposa (quien está en un séptimo piso), que me tire las llaves. Ella se asoma, algo intrigada, y desde lo alto responde: "-Aquí no están tus llaves" (claro, ella supone que yo había salido sin ellas). Subo cabizbajo, y al verme me pregunta: "-¿Y tus llaves? ¿Y tu morral?". Me ve a los ojos, y con un suspiro y con pesar me dice: "-¡Pero mi vida…!" desde ese momento todo pareciera cambiar en el ambiente de nuestro apartamento.

  5. ¿Qué hacer? Mi mujer tiene una visión infinita sobre los problemas que se presentan, a veces se confunde y agita, pero posee una fe determinante de que todo tiene solución. Bruja y curandera, posee infinidad de recursos para palear males de todo tipo. Me sorprende que de inmediato apele en su manera de resolver problemas tan etéreos apelando al milagro (a lo único que en estos casos se puede acudir), se va a la sala y se sienta juntando sus manos para implorarle a Gregorio de Rivera, pidiéndole que aparezca el fulano morral. En España la gente en estos casos (sobre todo en Andalucía) le implora a San Cucufato y buscándose un pañuelo o un trapo, le hacen nudos en las puntas, y tiemplan mientras mienta la oración: "-San Cucufato, los huevos te ato, si no me aparece no te los desato". Yo en mi impotencia en lo menos que soy es escéptico: creo en todo. Yo más bien me aferro al pensamiento de que la gente tiende a ser consciente, por lo general es buena y que al ver un morral con esos manojos de llaves puede apiadarse del pobre que las perdió, y de algún modo verá cómo las lleva a la policía. Ese era mi único consuelo y esperanza. A la vez recordaba lo que me había dicho el chofer Abel, que la gente suele ser mala y toma de lo que se extravía lo que le interesa, que lo demás lo echan a la basura.

  6. Comienzo a creer en Gregorio de Rivera porque le ha hecho a mi mujer milagros sorprendentes. Yo, la verdad, es que me siento bastante escéptico de que sus plegarias funcionen, pero es más bien mi fe en ella lo que me da esperanza. Me digo que, a lo mejor Gregorio de la Rivera a ella le escuche como tantas veces lo ha hecho. Hay pruebas de que las plegarias de mi esposa a Gregorio de Rivera han funcionado, de modo, pues, que dejo que ella interceda providencialmente con sus fervorosas súplicas. Me viene a la memoria un hecho realmente sorprendente y es que encontrándonos (mi esposa y yo) de viaje en Europa, perdí en un tranvía un morral azul. En él llevaba varios documentos y (para variar) unas llaves únicas, irremplazables prácticamente, del apartamento de mi hijo Wiston. Aquel hecho fue otro duro golpe entre mis grandes distracciones o despistes. Aquella pérdida se presentaba tan riesgosa por cuanto que, para poder acceder al apartamento de mi hijo, ahora tendríamos que hacerlo con una orden policial y otros delicados protocolos, hasta judiciales. Mi hijo se alarmó ante este terrible extravío, y ahí intervinieron de nuevo las artes hechiceras y mágicas de mi mujer, quien se entregó a pedirle a Gregorio de Rivera. Y mientras le suplicaba a aquel "santo", yo deambulaba de un lado a otro en medio de una azarosa metrópolis desconocida, extraña para nosotros, congestionada en sus enrevesadas leyes. Llevaríamos unas tres horas en aquellos apuros cuando vemos aparecer a lo lejos, como por milagro, un tranvía que nos dio la corazonada era el que buscábamos. Nos acercamos al conductor, y para sorpresa, llevaba a su lado nuestro morral. En aquella ocasión me dije: "-¡ Yo, tan distraído… Qué sería de mi vida sin Gregorio de Rivera!".

  7. Mi esposa le comunica a su familia la pérdida que he tenido y le aconsejan que envíe un mensaje por redes sociales a una cuenta de objetos perdidos. Siempre escucho que María Eugenia lo llama Gregorio de la Rivera, pero Tulio Febres Cordero sencillamente lo nombra como Gregorio Rivera (ver "Mitos y tradiciones"), otros como José Gregorio de La Rivera. Según me parece, José Gregorio de La Rivera como que se encuentra en el Santoral. Yo siento que esos grandes pecadores como el mismo San Agustín, son quienes más milagros consiguen para sus demandantes. Por ejemplo, los devotos de Machera (el alias Machera era por lo bien macho que era, siendo que los acribillaron con docenas de balazos, a los 21 años de edad). Algunos llaman a Machera el "Rebelde milagroso" porque se enfrentó a un comando de la policía, matando a varios de ellos. Su verdadero nombre era Luis Enrique Cerrada Molina, está enterrado en el cementerio El Espejo, siendo el de él uno de los sepulcros más visitado, venerado y ofrendado de Mérida. Otro ser milagroso de Mérida es Jacinto Plaza, quien fuera comerciante de Trujillo, quien ayudaba en vida a los pobres y se consagró a ellos, y a quien la iglesia de la época echó al desprecio, negándole incluso la sepultura en un cementerio, ordenando a la vez que sus restos fueran tirados en un potrero. Existen multitud de oraciones que la gente conserva en sus hogares para hacerle demandas o peticiones a todos estos grandes pecadores milagrosos. La siguiente es de las peticiones más consagradas a Gregorio de Rivera: "Tú que fuiste predestinado por el Mártir del Cerro del Gólgota y luego confirmado por el Vaticano para que fueras el guardián de la hacienda de tu devoto, el custodio de su dinero, de sus joyas y piedras de la buena suerte y el don DE HACER APARECER LOS OBJETOS PERDIDOS, que nos haces PAGAR LAS MONEDAS QUE NOS ADEUDAN. Conociendo de estas virtudes de que has sido investido, acudo a ti para pedirte este favor. (Aquí se coloca el favor que se desea obtener). Te imploro me concedas este favor para honra y gloria tuya. Amén".

  8. Al siguiente día, lunes 6, muy temprano, mi mujer y yo nos dedicamos a buscar copias de documentos para al menos reponer parte de las cosas extraviadas, al tiempo que mi hija Yurimar y su esposo Edmundo, en conocimiento de la fulana pérdida, deciden buscar un cerrajero. Se avizoraba un trabajo costoso y complicado, primero ver cómo se entraba a casa de Carmen y de mi hijo Andrés, luego colocar los nuevos cilindros en las cerraduras, candados y rejas. Empezamos por recuperar las tarjetas de débito en el Banco de Venezuela y en el Mercantil. Lo más costoso de todo iban a ser, pues, el asunto de todas las llaves. Para recuperar la llave de contacto, la que nos permite acceder a nuestro edificio, mi esposa tuvo que adquirirla en un lugar que queda cerca del Aeropuerto. Después nos tocaría pagarle al técnico que debería programarla, a la vez que adquirir la llave de la garita, que de entrada pagamos en total diez dólares. Faltaban muchas más llaves por reponer: la del maletero, la de la entrada de las residencias de Carmen y mi hijo, la del portón para la entrada de los carros en casa también de Carmen, etc.

  9. Ese día lunes, acudimos tanto a la Policía (en Glorias Patrias) como al CICPC (Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas) para dejar constancia de la pérdida de mis documentos, por cuanto que algunos de ellos podían ser utilizados para cometer delitos, sobre todo mi cédula, incluso el Carnet de la Patria. Por la tarde del día lunes, mi esposa insistía en que Goyo no le fallaría y que esperáramos que eso aparecía, y seguía pidiéndole a Gregorio Rivera, el santo criollo, vernáculo y además de nuestra Mérida. Entre tanto, yo iba recordando lo de San Cucufato, aquel cristiano del siglo III, después de Cristo, a quien los romanos le dieron horrible muerte (abriéndole el vientre, sacándole las tripas y luego quemándolo en una hoguera). Aquello de "San Cucufato, San Cucufato, los cojones te ato, y hasta que no lo encuentres Cucufato, no te los desato". Me parecía cruel hacerle esa plegaria, aunque fuese sólo mediante un acto ya hecho folclórico de un pueblo, andar estrangulándole los cojones a un santo... Cómo los tendrá, entonces el pobre Cucufato.

  10. Situémonos un momento en 1734. La "santidad" de don Gregorio de Rivera es de suya extraña y muy peculiar, por no decir INSÓLITA. En sí no acaba uno por entender cómo fue que acabaron haciéndolo santo. Asesinó nada menos que a un sacerdote que no le estaba haciendo mal alguno, sino por encontrarse en el lugar equivocado en el momento en que él, dominado por el pecado capital de la ira, está a punto de matar su esposa, doña Josefa. La pobre mujer, espantada por la furia con que su marido le persigue (y quien le da muy mala vida) va y se refugia en el Convento de las Clarisas. El enloquecido marido exige que se le entregue y las monjas saben que si lo hacen don Gregorio acabará asesinándola. Estamos en la época de Mérida, son los tiempos que corren y aterran con sus prejuicios, y don Gregorio es de casta goda, blanco de raza sin mancha, hombre que merece extrema consideración tanto de las autoridades del gobierno local como de los altos prelados de la Iglesia. En sus desaforados gritos don Gregorio exige hablar con la madre Abadesa, pero la madre Abadesa está espantada ante la furia de aquel hombre, todas las monjas lo que hacen es ponerse a rezar. Era mayo, días de torrenciales lluvias en la región. Luego de un largo silencio se escucha un disparo seguido de carreras y gritos: "¡HAN MATADO AL PADRE VICARIO!". El enloquecido don Gregorio en sus exigencias porque le entregaran a su mujer se dirigió a casa del Vicario, y al verlo, sin mediar palabras con una carabina le da un tiro por la espalda.

  11. Luego de aquel asesinato del padre Vicario, comienza la huida de don Gregorio, y la sabida persecución que se le hace, siempre teniendo en cuenta de que se trata de un personaje de respetable linaje. De entrada, don Gregorio fue excomulgado, es decir nadie podía acercársele porque se encontraba en horrible sanción canónica ¡ANATEMA SIT! A la final lo cogen hambriento y agotado. El tratamiento de su caso, dado su alto linaje y la pureza de su sangre, teniendo la familia Rivera además excelentes relaciones en Bogotá, capital del Virreinato de la Nueva Granada, se produjeron influencias para que el reo fuese redimido de la infamante muerte de la horca. No era un cualquiera, provenía de noble cuna. Era entonces muy sabido, que en España (en Europa en general) a los nobles y caballeros no se les sometía a la horca, garrote vil o arcabuceo sino a decapitación. En el caso de don Gregorio se le fusiló en la Plaza Mayor de Mérida (hoy Plaza Bolívar). Lo que sigue son los pormenores de una especie de culpa o remordimiento por la manera "dolorosa" como purga su crimen don Gregorio Rivera. Cuando llegó la orden de ejecución se dijo que el reo había penado mucho, porque no había un pelotón que le abreviara la larga espera de sus sufrimientos. Mientras se esperaba a que llegase el referido pelotón, ya el pobre estaba preparado con la recepción de los Santos Sacramentos, condenado a PENA ETERNA. Entonces los sacerdotes y monjas fueron testigos de los combates de don Gregorio con "el espíritu malo…" por lo que en medio de su condena él recurrió a la María Santísima a quien toda su vida había saludado con las tres Avemarías… suplicándole le amparase a la hora de su muerte. De modo que ELLA intercedió para que la PENA ETERNA se le conmutase en TEMPORAL, a la vez que alcanzase la gracia de que cualquiera que hiciese algún sufragio por su alma, LE APARECIESEN LAS COSAS PERDIDAS.

  12. Para que tal gracia divina le fuese concedida con todas las de la ley de la santa religión cristiana, se hizo traer a una religiosa de Bogotá, quien habría de referir lo sucedido con el juicio de Dios en los términos antes expresado. Y así, "… difundida esta revelación desde Bogotá hasta Mérida, multiplicáronse prontamente los sufragios por el alma de Gregorio Rivera, ante los casos evidentes de la gracia concedida por Dios ante este gran pecador arrepentido para que aparecieran las cosas perdidas. Hasta proverbial llegó a ser la exclamación piadosa ¡ALMA DE GREGORIO RIVERA!" en los casos de pérdida o extravío de cualquier prenda u objeto de valor" (ut supra, Tulio Febres Cordero).

  13. Pues bien, estuve dedicado el día lunes 6 a leer un poco sobre estos seres milagrosos y que atienden peticiones sobre todo de la gente de fe, sencilla y humilde. El martes mi esposa se encontraba en sus tareas domésticas cuando por la tarde recibe una llamada de su hermano Miguel. Yo escucho un grito por allá en la cocina: "¡Apareció, mi vida!", y me bastó con escucharlo para saber que se trataba del fulano morral, y que Gregorio de Rivera le había escuchado. Eso para mí ya era neto, definitivo, formal y determinante por los designios del cosmos. Una foto de mi licencia de conducir corrió por un grupo de motorizados de whatsap, al cual pertenece Miguel, hermano de María Eugenia con una leyenda que decía: "¿Quién conoce a este señor?". El referido morral se encontraba en una oficina de la Policía (al lado de la Biblioteca Bolivariana), a cargo de una tal Comisario Mansuro. Luego de corto interrogatorio me dijo que lo había llevado a esa oficina una mujer que no se identificó. Estaban todos los manojos de llaves y documentos, y me dijo: "-Me interesa saber por qué usted tiene un porte de arma". Le contesté que se trataba de un tipo de arma muy especial que siempre estoy renovando, mírela, me llevé la mano al corazón. Ella se sonrió, y me fui…



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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